La catástrofe sanitaria que supondrán los lockdowns
Esta “lógica de lo peor” se centró exclusivamente en los riesgos de propagación del virus de origen chino, pero no tuvo en cuenta los daños colaterales derivados del confinamiento de la población, incluso para la salud pública.
El manifiesto del IPCO sólo mencionaba uno de estos daños colaterales: la suspensión de las campañas de vacunación de los niños en los países pobres, por recomendación de la OMS (¡!), para evitar que la aglomeración de adultos en las clínicas propague el virus, a pesar del riesgo de reaparición de epidemias como la neumonía, la tuberculosis y la malaria que acarrearía esta suspensión de las vacunaciones tradicionales. De hecho, según el Profesor Bhattacharya, “ochenta millones de niños de todo el mundo corren el riesgo de contraer estas enfermedades” (35).
Por ejemplo, el impacto en la lucha contra la malaria, el 94% de cuyas víctimas mortales viven en África. Un estudio publicado el pasado mes de septiembre en la revista Pedriatic Research afirma que “las respuestas a la pandemia [los lockdowns] pueden dar lugar a una reducción de la distribución de mosquiteros con insecticidas de larga duración, de la fumigación residual en interiores, de las campañas de quimioprofilaxis estacional de la malaria, del acceso a las pruebas de diagnóstico rápido y del tratamiento eficaz de la malaria”(36). La predicción de la OMS, según el artículo, es que habría un 102% más de muertes relacionadas con la malaria en el África subsahariana, el 70% de las cuales serían de niños menores de cinco años.
Con el tiempo, han surgido otros efectos negativos de los confinamientos en los países pobres. La desnutrición infantil hace que los niños más pequeños tengan deficiencias inmunológicas y dificultades de aprendizaje. El mismo estudio de Pediatric Research afirma: “Los lockdowns, con el cierre simultáneo de las escuelas, también afectaron al acceso a las comidas escolares, que para muchos niños son una de las pocas fuentes constantes de alimentos. Así, la pandemia expuso aún más a los niños al hambre, la malnutrición y, en consecuencia, a los efectos negativos sobre el desarrollo cognitivo”(37).
Una de las lagunas del documento del IPCO es que no aborda el impacto catastrófico de los confinamientos en la salud pública de los propios países desarrollados y en desarrollo. Debido a las restricciones a la circulación y al pánico al contagio, millones de personas se han saltado las primeras revisaciones para la detección precoz del cáncer o los problemas cardiovasculares, o han suspendido los controles médicos periódicos para el tratamiento de la diabetes, los trastornos psicológicos y psiquiátricos, y el abuso de alcohol y drogas.
Un estudio publicado por la Cámara de los Lords del Reino Unido, titulado “Lockdown 1.0 y la pandemia un año después: ¿qué sabemos sobre os impactos?” (Lockdown 1.0 and the pandemic one year on: what do we know about the impacts?), reconoce que “hay pruebas de que la salud pública se vio afectada negativamente durante la pandemia debido a que las enfermedades no fueron identificadas o no fueron tratadas”. Cita como ejemplo un informe de Public Health England, según el cual “la mitad de las personas con un empeoramiento de sus condiciones de salud no buscó atención médica” en septiembre de 2020, habiendo visto previamente “una caída en los ingresos hospitalarios entre abril y junio de 2020” y una “disminución en la identificación de personas con demencia y Alzheimer, debido a que los pacientes no accedieron a los servicios de evaluación y diagnóstico”(38).
A su vez, “un estudio publicado por el Institute for Fiscal Studies encontró que en abril de 2020, el primer mes del bloqueo nacional, la salud mental empeoró una media del 8,1%”, mientras que otro estudio, de la Universidad de Glasgow, publicado en octubre de 2020, encontró que “hubo un aumento en los niveles de ansiedad y pensamientos suicidas durante el mismo período”(39).
La revista científica The Lancet difundió un estudio aún más alarmante, concluyendo que “los profesionales de la salud deben prepararse para un aumento de la morbilidad y la mortalidad en los próximos meses y años”. Con el título de “Efectos indirectos agudos de la pandemia de COVID-19 sobre la salud física y mental en el Reino Unido: un estudio basado en la población”, la investigación calculó -en una base de datos que incluía a más de 10 millones de pacientes- el descenso de las primeras consultas por casos agudos de salud mental y física. A excepción de los episodios agudos relacionados con el alcohol, se observó una reducción de las consultas por todas las afecciones: ansiedad, trastornos alimentarios, trastorno obsesivo-compulsivo, autolesiones, enfermedades mentales graves, ataque isquémico transitorio, insuficiencia cardíaca, infarto de miocardio, angina inestable, tromboembolismo venoso y exacerbación del asma. Cuatro meses después, las consultas por todas las afecciones no habían recuperado los niveles anteriores al bloqueo, excepto las de angina inestable y eventos agudos relacionados con el alcohol (40).
Esa predicción se ha confirmado esta semana con la publicación de las últimas cifras de la Oficina de Estadísticas Nacionales: las muertes en hogares privados en Inglaterra y Gales aumentaron un 30% en 2020 en comparación con la media de los años anteriores. Esto supuso un “exceso de muertes” de 41.321 personas, especialmente por enfermedades cardíacas (+66%), diabetes (+60%) y Parkinson (+65%), aunque el Covid-19 sólo representó el 8% del total (41).
Más dramático aún fue el efecto de los lockdowns en la salud mental de los niños y jóvenes, a los que se les negó la convivencia social, tan necesaria en esta etapa de la vida, por el cierre de los establecimientos escolares. El Real Colegio de Psiquiatras ha publicado en su página web un análisis titulado “El país en las garras de una crisis de salud mental, con los niños más afectados”, en el que revela que, para 2019, entre abril y diciembre del año pasado, hubo un aumento del 28% en el número de niños y jóvenes derivados a los servicios de salud mental, un aumento del 20% en las sesiones de tratamiento, y un aumento del 18% en las asistencias de emergencia, incluyendo la prevención de abuso infantil.
La Dra. Bernadka Dubicka, Directora de la Facultad de Niños y Adolescentes del Real Colegio de Psiquiatras, declaró: “Nuestros niños y jóvenes están siendo afectados por la crisis de salud mental causada por la pandemia y corren el riesgo de padecer enfermedades mentales durante el resto de sus vidas. Como psiquiatra de primera línea, he visto el efecto devastador que el cierre de escuelas, la ruptura de amistades y la incertidumbre causada por la pandemia han tenido en la salud mental de nuestros niños y jóvenes” (42).
Si incluso en un país económica y culturalmente desarrollado como el Reino Unido, los niños y los adultos pagaron un enorme precio sanitario en el intento fallido de reducir la circulación del coronavirus, ¡imagínese el coste para la salud pública en los países menos desarrollados!
Una dictadura sanitaria y político-ideológica bajo el pretexto del bien común
Lo más paradójico de la situación actual es que los responsables de esta catástrofe de la salud pública son los mismos que, en nombre de la protección de la población, se aprovechan de circunstancias excepcionales para imponer una verdadera dictadura sanitaria a la misma población que dicen proteger.
El IPCO advirtió hace un año que estos funcionarios estaban chantajeando a sus respectivos ciudadanos: aceptar un mayor control estatal sobre sus vidas como condición para salir del lockdown. Se trataba entonces, sobre todo, de intentar imponer “aplicaciones” de seguimiento a las personas a través de sus teléfonos móviles.
Con la apertura parcial tras el primer lockdown llegaron restricciones adicionales impuestas por los gobiernos, que ahora tienen poderes excepcionales basados en un “estado de emergencia sanitaria” inexistente en la mayoría de las legislaciones nacionales. La lista no exhaustiva de estas restricciones incluye: toques de queda; obligación de llevar mascarilla (incluso para los pocos niños que podían seguir asistiendo a clase); control de la temperatura y obligación de lavarse las manos con alcohol para entrar en los lugares de trabajo o en los negocios; pruebas de PCR y de antígenos para viajar, o incluso para entrar en los lugares de trabajo.
Sin duda, la medida más chocante fue imponer, en Italia y en otros lugares, el uso de guantes descartables para administrar la Sagrada Comunión, así como la obligación de recibirla en la mano, en contra tanto de la autonomía de la Iglesia para regular su culto, como de los derechos de los fieles, reconocidos por la legislación canónica y litúrgica. Lo más doloroso es que las autoridades católicas se han plegado sin el menor reparo a estas exigencias, o incluso han impuesto restricciones más drásticas que las determinadas por las autoridades sanitarias.
Otra forma escandalosa de dictadura sanitaria fue el hecho de que sus autoridades impusieran, como tratamiento principal para los infectados de Covid-19, un protocolo sumario consistente en tomar un analgésico/antipirético y esperar en casa a que la enfermedad progresara. En muchos países, se prohibió a los médicos de familia tratar a sus pacientes de Covid-19 con remedios que hasta entonces se podían adquirir libremente en cualquier farmacia, carecían de efectos secundarios graves, y cuya eficacia contra el Sars-Cov-2 se había documentado en varios estudios revisados por sus pares y publicados en revistas científicas (43).
Peor aún, varios médicos fueron amenazados con sanciones por sus respectivos Colegios Médicos por ser fieles a su juramento hipocrático, que les obliga a buscar el bien de sus pacientes. El caso más sonado fue el del Profesor Didier Raoult -fundador y director del Instituto Hospitalario Universitario (IHU) Mediterranée Infection de Marsella, defensor de un protocolo de intervención precoz basado en la hidroxicloroquina y la azitromicina-, que fue víctima de una denuncia ante el Colegio de Médicos francés y de una querella ante los tribunales penales. Lo sorprendente del caso es que, mientras le promovían estas denuncias, su hospital IHU Mediterranée había atendido a 5.419 pacientes infectados, de los que sólo habían fallecido 22, es decir, un porcentaje del 0,4%, mientras que la media de mortalidad en los otros hospitales de la región había sido más de cinco veces superior (¡el 2,1%!) (44). Los tribunales franceses acaban de fallar a favor del Profesor Raoult en la primera de las tres demandas que ha iniciado contra sus detractores, pero ningún periódico o sitio web se ha hecho eco de la noticia hasta ahora (45).
El fantasma de la dictadura sanitaria ha llegado a su punto álgido con la campaña de vacunación y las propuestas para hacerla obligatoria. Sin embargo, la vacunación supone un riesgo innecesario para las personas en las que la enfermedad tendrá un efecto muy leve o leve, como los niños, los jóvenes y los adultos menores de 70 años sin comorbilidades, así como para las personas que están inmunizadas de forma natural porque ya han sufrido el Covid-19. Máxime cuando no está garantizado que las vacunas sean eficaces para prevenir nuevas variantes del coronavirus (como ocurre cada año con los virus de la gripe estacional) y, sobre todo, porque sólo han sido aprobadas con carácter experimental y de urgencia, sin respetar los protocolos habituales, con el agravante de que algunas de estas vacunas se basan en un nuevo método de ARN mensajero, cuyas posibles consecuencias genéticas a largo plazo se desconocen.
Hay que recordar que después de la tragedia de la Talidomida, responsable de 10 mil casos de defectos congénitos en bebés, cuyo efecto secundario sólo se notó unos años más tarde, estos protocolos empezaron a exigir largos plazos. Si, incluso respetando los protocolos en vigor, el laboratorio francés Servier -por su medicamento Mediator, indicado para suprimir el hambre severo, pero que provocó daños en las válvulas cardíacas e hipertensión arterial pulmonar, causando casi dos mil muertes- acaba de ser condenado en última instancia por “publicidad engañosa agravada” y “homicidio y lesiones involuntarias”, ¿cómo verán los futuros clínicos las apresuradas “pruebas universales” de las vacunas contra el Covid y sus posibles efectos?
Conscientes de que el artículo 6 de la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos exige el consentimiento libre, previo e informado de los pacientes para cualquier intervención preventiva o terapéutica, los gobiernos han avanzado subrepticiamente en su plan. Primero impusieron la vacunación obligatoria para el personal sanitario de hospitales y residencias de ancianos, y ahora quieren imponer un “pasaporte de vacunación” para los viajes internacionales e incluso para los interiores, dentro de sus propios países (46). El método soft del chantaje ya se está empleando: la Presidente de la Comisión Europea aprovechó una columna del New York Times para advertir a los potenciales turistas estadounidenses que sólo podrán viajar a Europa durante las próximas vacaciones de verano quienes ya estén vacunados (47).
En países como Israel y Dinamarca ya se exige este pasaporte sanitario para entrar en restaurants, cines y otros lugares públicos, o para participar de eventos de cualquier tipo, creando un régimen de apartheid entre los vacunados y los no vacunados (48).
En su documento del año pasado, el IPCO deploró la connivencia del Papa Francisco y de las autoridades eclesiásticas católicas en la imposición de los lockdowns y en la supresión o restricción del culto público.
A esta renuncia a su misión como pastores, se sumó después la connivencia en la promoción de una supuesta obligación moral de vacunarse para proteger a los demás, como surge de la entrevista concedida por el Papa Francisco al TG5 (49) y de la declaración conjunta de la Academia Pontificia para la Vida, la Conferencia Episcopal Italiana y la Asociación Italiana de Médicos Católicos (50), así como de la declaración conjunta de la primera con la Comisión Vaticana Covid-19 (51). Dicha Comisión, que forma parte del Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral, ha elaborado incluso un folleto de propaganda titulado “Vacunas contra el COVID-19: Kit para los representantes de la Iglesia”, en el que se puede leer: “Aquí encontrará información sobre las vacunas contra el COVID-19, recursos para apoyar la preparación de homilías, frases del Papa Francisco, links a información útil, mensajes cortos para páginas web, boletines parroquiales y otros tipos de medios de comunicación. La Guía del Coronavirus para las Familias (COVID-19) está diseñada para ayudar a las comunidades locales a combatir la desinformación” (52).
Esta presión moral sobre la conciencia de los fieles hacia una supuesta obligación moral de vacunarse, es tanto más desorientadora cuanto que el Papa Francisco y los organismos citados guardan un silencio casi absoluto sobre la necesidad de que existan razones graves que hagan lícito el uso de vacunas “contaminadas” (“manchadas”) por el uso de cultivos celulares procedentes de abortos, así como el deber de manifestar la oposición al uso de dichos cultivos por parte de los laboratorios (53).
Paralelamente a la dictadura sanitaria, y a medida que, bajo el pretexto de salvaguardar la salud de la población, se restringían las libertades públicas, se fue imponiendo gradualmente una dictadura político-ideológica. Además de las restricciones a la libertad de ir y venir, esenciales en una democracia, hubo drásticas restricciones a la libertad de manifestación, una violenta represión de las protestas e incluso un seguimiento de los activistas que se oponían al confinamiento por parte de las agencias de espionaje del Estado (54).
Al igual que en los regímenes totalitarios del siglo XX, también se impuso una “verdad oficial” en nombre de la ciencia (55), lo cual es una contradicción en los términos, ya que la propia naturaleza de la ciencia experimental es revisar continuamente sus postulados a la luz de los nuevos descubrimientos, aparte del hecho notorio de que la comunidad científica está muy dividida sobre diversos aspectos de la epidemia y la respuesta más adecuada a la misma (56). Sin embargo, la libertad de opinión se vio drásticamente recortada con el pretexto de combatir las fake news (57), estableciendo un clima de miedo incluso entre la comunidad científica (58).
Lo más grave del caso es que los totalitarismos del pasado utilizaban la fuerza del aparato estatal para imponer el “pensamiento único”, mientras que hoy, con el pretexto de combatir el Covid-19 y de la protección de la salud, son las instituciones del sector privado las que se encargan de “cancelar” a los opositores a la línea oficial (59).
La plataforma Youtube podría ganar el primer premio en “celo por la ortodoxia” al eliminar cualquier video que ponga en duda alguno de los “dogmas” del nuevo catecismo sanitario. Basándose en su “reglamento sobre desinformación médica”, no permite contenidos que transmitan información “que contradiga a las autoridades sanitarias locales o a la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre el COVID-19” (60), que gozan, a sus ojos, del carisma de la infalibilidad. En su prejuicioso “oficialismo”, Youtube ha llegado al extremo de eliminar de su red videos de reputados científicos, con funciones importantes en famosos centros de investigación, como fue el caso de una mesa redonda sobre el uso de máscaras organizada por el Gobernador de Florida, y en la que participaron los tres redactores de la Declaración de Great Barrington, que ocupan altos cargos nada menos que en Oxford, Harvard y Stanford (61).
No pocas veces, incluso los científicos reconocidos, que plantean cuestiones sobre los protocolos farmacéuticos y no farmacéuticos para el control de la enfermedad, son acusados falsamente de ser “negacionistas”, o de impugnar la existencia del coronavirus o del contagio. Los verdaderos negacionistas son los que ni siquiera evalúan los trabajos y resultados científicos contrarios a la versión oficial y pretenden silenciar cualquier pensamiento disidente.
Pero eso no es todo. Ni siquiera George Orwell llegó a imaginar, en su novela 1984, la “cultura de la denuncia” promovida por muchos gobiernos, en la que la vigilancia y el control de los ciudadanos son practicados por sus propios vecinos, compañeros de trabajo e incluso familiares, que denuncian a la Policía a los infractores (62). Para facilitar su innoble tarea, algunas autoridades les proporcionan aplicaciones digitales que les permiten fotografiar o filmar a los infractores, con geo-localización automática del lugar donde se produjo la infracción (63).
Próxima entrega:
La recesión económica y los planes para un Gran Reinicio
No hay comentarios:
Publicar un comentario