El gran
salvador de la Cristiandad, San Pío V. El cuadro, de Salamberri
(Ayuntamiento de Pamplona) refleja su gran fortaleza y sacralidad
“La mayor victoria sobre los infieles de que los hombres tengan memoria” (San Pío V)
L
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a escuadra turca había salido de Constantinopla con el objetivo de completar el despojo de
Chipre a la Serenísima República de Venecia; y de destruir las naves
cristianas reunidas en Santa Liga a instancias de San Pío V, incansable
Padre y defensor de la Cristiandad amenazada.
Antes
de salir, el Gran Almirante turco Alí Pashá mostró el verdadero
espíritu de ese brazo armado del mal y sus misterios de iniquidad
crucificando y desollando vivos a prisioneros cristianos “como sacrificio a Mahoma para merecer la victoria” -escribe W. T. Walsh, en su notable relato de la jornada de Lepanto (p. 565).
Su seraskier Mustafá se le unió, luego de la toma de Famagusta, ejecutada con clamorosos extremos de crueldad y falsedad; la piel del heroico Bragadino* se balanceaba en la antena de su navío… (* ver “El Papa del Contraataque salvador”, IV).
No
se trataba del entrechoque de pueblos antagónicos de Oriente y
Occidente, sino de una pelea decisiva entre el predominio del
Catolicismo o del Islam.
Su
Majestad Católica, Felipe II, rezando el rosario, la gran arma que
obtuvo la mayor victoria sobre los infieles. Eran dos mundos que se
enfrentaban, el católico y el musulmán, que fue vencido por la Cruz
“Mahometanos
y cristianos eran irreconciliables: los primeros aspiraban a la
hegemonía en el Mediterráneo, y los segundos defendían la civilización
cristiana, que comprendía casi todos los pueblos lindantes con el
mismo”. “… el Papa Pío V invitó a los reyes y príncipes cristianos para
aunar fuerzas teniendo como objetivo primordial defender la civilización verdadera” (J. B. y C., Canónigo de la Catedral de Barcelona).
El Pontífice era “firme partidario de frenar un hipotético imperio religioso musulmán en el Mediterráneo” (Cumplido Muñoz).
“Formóse
la Santa Alianza, constituida por el Papado, España, Dux de Venecia,
Estados de Génova, Florencia, Saboya y la Orden de Caballeros de
Malta…”, agrega el Canónigo barcelonés.
La definición de la contienda afectaría a fondo el mundo de la Edad Moderna. No obstante, el
Renacimiento trataría de relativizar su carácter de cruzada con
manifestaciones artísticas y literarias inspiradas en la mitología
pagana (Pastor).
Galera veneciana del General Veniero
Faltando
poco para la pelea, subsistían dudas -en ambos bandos- sobre la
conveniencia de arriesgar el todo por el todo en una gran batalla.
Surgían contrapropuestas minimalistas que no gozaban de la simpatía de
don Juan de Austria, ni del Gran Almirante de los turcos. El ideal de
cruzada enarbolado por el Papa excluía las medias tintas, y fue
determinante.
Mesina, punto de reunión de las tres flotas, vivió horas históricas cuando Mons. Odescalchi, enviado del Vicario de Cristo, bendijo
la escuadra que partía a la gesta por la Fe, repartiendo entre las
naves capitanas astillas de la Santa Cruz traídas en un relicario.
Don
Juan de Austria, el Generalísimo escogido por San Pío V, iluminado por
estas palabras : “hubo un hombre enviado por Dios cuyo nombre es Juan”
(Evang. de S. Juan, I). A los 24 años, peleó la mayor batalla “que
vieran los siglos” (Cervantes)
El Sumo Pontífice, desde Roma, prometía a don Juan que, si daba la batalla, Dios le daría la victoria. Y concedió indulgencias especiales a los defensores de la Cristiandad.
Su
influencia contrarreformadora marcaba el ambiente: se prohibió la
presencia de mujeres a bordo y se castigaron las blasfemias con la pena
máxima (tradición que mantuvieron algunos generales de la Emancipación
americana).
Era
una gesta católica, muy diferente de las guerras actuales. El
Generalísimo ayunó tres días, con sus hombres y oficiales. Ni uno solo
de los 81.000 marineros y soldados dejó de confesarse y recibir la Santa
Comunión (Walsh).
Imponente veíase la figura legado Odescalchi, de rojo, de pies a cabeza, conforme la tradición de la Iglesia, símbolo –hoy muchos lo olvidan- de la disposición de dar la vida por Jesucristo.
Impartía
solemnemente la bendición a cada barco según tomaban rumbo los
cruzados, de rodillas en los puentes, con coloridos uniformes y
relucientes armaduras.
En
la alta proa de la Real se encontraba, con gallardía de Habsburgo y
coraje de cruzado, el príncipe don Juan, hijo del Emperador Carlos, a
quien el Pontífice deseaba incorporar al número de soberanos católicos
si se conquistara para la Cristiandad algún reino, en la zonas invadidas
por el Islam. Con su armadura repujada en oro, se erguía bajo la bandera de Aquella que había aplastado la cabeza de la serpiente (significado de “Guadalupe”, en lengua nahua). Al estandarte de Nuestra Señora de Guadalupe se añadiría el de la Liga en la hora del combate (ver ilustración).
La Real, la
galera en la que Don Juan de Austria realizó prodigios de bravura y
actos de nobleza, como el amparo dado a los hijos del mortal enemigo de
la Cristiandad, Alí Pashá, el magnífico
Especial
admiración causaron las seis galeazas de Venecia, dotadas de 44 bocas
de fuego, fortalezas que “parecían palacios” en las aguas azules del
Tirreno (Pastor).
Al
llegar a Corfú, vieron con horror la huella de los turcos: ruinas
carbonizadas de iglesias y casas, crucifijos profanados, cuerpos
destrozados de sacerdotes, mujeres y niños, devorados por perros y
buitres.
El
5 de octubre se enteraron de las atrocidades cometidas contra Bragadino
y los defensores de Famagusta (ver nota IV de esta serie). El furor
encendió aún más sus deseos de destruir la amenaza turca. Enterados de
que éstos querían volverse a Constantinopla antes de las tormentas de
otoño, se apuraron en su persecución y les cerraron la salida en el
Golfo de Lepanto.
Amaneció el 7. El vigía del Almirante Doria divisó a lo lejos un escuadrón enemigo. Don Juan gritó exultante: “Aquí venceremos o moriremos”.
La Armada avanzaba según el plan que trazaran don García de Toledo y el Duque de Alba, Grandes de España. Era
la suma de esfuerzos de figuras exponenciales de la Cristiandad. Así lo
dispuso el Generalísimo don Juan, con el apoyo de J. Andrea Doria,
Requesens y Santa Cruz, los tres consejeros que le recomendara tener en cuenta Felipe II.
La
Armada católica avanzaba de acuerdo al orden dispuesto por don Juan,
siguiendo un plan trazado por don García de Toledo y el Duque de Alba,
Grandes de España
Navegaba agrupada en cuatro alas, formando
un arco de legua y media para enfrentar al enemigo. A la izquierda, del
lado de la costa, iba el veneciano Barbarigo, con 64 galeras, tratando
de evitar que los otomanos lo envolvieran. Don Juan mandaba el centro,
“la batalla”, con 63 galeras, teniendo a ambos lados a los almirantes
Colonna y Veniero, en sus
naves, y a Requesens por detrás. El escuadrón de Doria, de 60 galeras,
formaba el ala derecha, en alta mar. En la retaguardia venía la escuadra
de auxilio, a las órdenes del Marqués de Santa Cruz, que realizaría
hazañas portentosas.
La gran fortaleza flotante de la Liga se desplegaba magnificamente.
Los
turcos, de acuerdo a las cifras de Walsh, tenían alguna superioridad
bélica en galeras: 286 contra 208 de los cristianos. Enardecidos a la
vista de quienes osaban disputarles el Mediterráneo para la Cruz,
preparaban los puentes para entrar en acción.
Mohamed
Scirocco se oponía a Barbarigo, con 55 galeras; el Gran Almirante Alí y
Pertew Pashá, con 96, hacían frente a don Juan; el corsario Uluch Alí,
que operaba en Argelia -el fraile apóstata calabrés Occhiali- , con 73
naves, enfrentaba a Doria.
En retaguardia venía el escuadrón de reserva.
El viento del Este hinchaba las velas de los infieles dándoles empuje contra los cristianos, que tenían que remar.
La preponderancia turca en naves pesadas llevó a algunos generales a pedir un consejo de guerra. Contestó don Juan: “Señores, no es hora de debates sino de combates” (Cumplido Muñoz).
Para
despejar el campo para la artillería hizo cortar de las proas de las
naves los espolones, aguijones de varios metros que se clavaban en los
barcos enemigos produciendo tremendas roturas. ¿Daría resultado eliminar
los devastadores arietes?
Todos
estaban expectantes. El almirante, con su armadura dorada, recorría la
flota en un bajel ligero, arengando a las tropas, prometiéndoles la
victoria de la Cruz y el Cielo a los que cayeran en combate, y
exhortando a manejar “con brío y cólera las espadas”.
Por
disposición suya, en el mástil delantero, “se colocó un santo Cristo
que, por orden del Rey don Felipe II, se transportó desde Madrid, pues
lo consideraba milagroso por un hecho extraordinario ocurrido en una
iglesia que se incendió”. Se trataba del Santo Cristo de Lepanto, que prodigiosamente se hizo a un lado para esquivar una bala, quedando para siempre en esa posición. Venerado
luego con cultos especiales, recibió honras de Capitán General del
Ejército Español (J. B. y C., Canónigo de la Catedral de Barcelona).
“Dada
la señal de embestir por el Generalísimo –dice el mismo autor-, éste
levantó el estandarte que había recibido del Sumo Pontífice, con la
imagen de Jesucristo que tenía en el estanterol de su Capitana Real. A
su vista, los oficiales dirigen breve y enérgica exhortación a los
soldados, e hincados todos de rodillas delante del Crucifijo, oran,
hasta que, aproximadas las flotas, se da una segunda señal y empieza el
combate”.
El
estandarte de la Santa Liga enviado por el Papa al Almirante don Juan
de Austria con la promesa de que, si presentaba batalla por la Fe,
obtendría la victoria
El
grito de los guerreros se generalizó cuando el estandarte del Papa con
la imagen de Cristo Crucificado se alzó en la Real iluminado por el sol,
junto a la bandera azul de la Virgen de Guadalupe.
Alí Pashá abrió la batalla desafiando a don Juan con un cañonazo, que éste contestó con otro. Las seis galeazas abrieron el fuego de 264 cañones rompiendo la línea enemiga.
“Al
principio todo les era favorable a los turcos: viento, mayor número de
soldados y la línea de naves más extendida; pero, de repente, muda de
dirección el viento y, debido a su impetuosidad y fuerza, lleva el fuego
y humo de la artillería contra los infieles, cegándoles totalmente la
vista” (J. B. y C., Canónigo).
El
inesperado cambio del viento fue tomado como un favor de la Ssma.
Virgen, a quien estaba encomendada la Armada. Las galeras cristianas se
vieron de pronto impulsadas hacia el enemigo.
Cuadro
de Valdés Leal (Sevilla) representando la ayuda sobrenatural de la
Virgen, que todos percibieron. San Pío V instituyó la festividad de
Nuestra Señora de la Victoria y agregó a las letanías lauretanas la tan
preciosa de “Auxilio de los Cristianos”
Cinco
naves rodearon la galera de Barbarigo lanzando una nube de flechas
envenenadas. Los barcos se abordaron y comenzó la lucha cuerpo a cuerpo.
El general se descubrió para dar una orden en el fragor de la pelea.
Una flecha enemiga fue a clavársele en un ojo. Murió como un valiente,
valiéndole sin duda las palabras de católica esperanza de don Juan de
Austria…
Doria combatía a mar abierto en el lugar más peligroso, “donde sólo contaban la estrategia y la ciencia marinera”. Rival digno de él, peleaba con el apóstata
Uluch Alí, cuyas pesadas galeras hacían estragos en la escuadra del
genovés que, aunque abrumado, luchaba magníficamente. En una hora había
perdido casi todos los soldados de diez de sus naves, cuyos
sobrevivientes peleaban denodadamente a la espera de socorro.
Las
galeras del centro cristiano habían trabado una contienda mortal con
las de su adversario. Al ver Alí Pasha las santas banderas flotando en
la Real, se lanzó hacia ella. Ambos cascos chocaron por la proa. La del
turco, más alta y pesada, era tripulada por 500 jenízaros escogidos. El
corte de espolones mostró su eficacia permitiendo a don Juan sembrar la
muerte en las filas de esa tropa de élite.
Tres horas “aciagas y horribles” se peleó cuerpo a cuerpo. Siete galeras turcas apoyaban La Sultana;
los jenízaros caídos sobre el puente eran reemplazados por los de las
embarcaciones de reserva. La horda mahometana, con terribles alaridos,
entró dos veces en la Real pero fue rechazada.
Don
Juan tenía muchas pérdidas y sólo dos naves de reserva. Luchando
valerosamente, fue herido en un pie. En esta crítica situación, Santa
Cruz vino en su ayuda después de salvar a los venecianos, mandándole 200
hombres de refresco.
Enardecidos,
los españoles se lanzaron tan furiosamente sobre Alí y sus jenízaros,
que los rechazaron hasta su propia nave. Tres veces la cargaron y fueron
rechazados por los otomanos, empapados de sangre en medio de los
cadáveres.
Ambas
escuadras estaban unidas en un abrazo de muerte. Las aguas, teñidas de
rojo. El estruendo de los mosquetes, los gritos, el choque de los
aceros, el tronar de la artillería, la caída de los mástiles quebrados
resonaron toda la tarde. Veniero, con sus 70 años, peleaba espada en
mano a la cabeza de sus hombres. El joven Príncipe de Parma entró solo
en una galera turca y pudo vivir para contarlo.
Alí
Pashá era plenamente consciente de que se trataba de una lucha mortal
contra el Catolicismo. El grabado muestra su cabeza, clavada en una pica
por un galeote cristiano, lo que hizo que todos se enteraran de la
derrota mahometana y cundiera el pánico entre los guerreros de la media
luna
El momento era crítico y el final incierto cuando Alí Pasha, el Magnífico,
defendiendo su nave del último empuje cristiano cayó derribado por la
bala de un arcabuz español. Su cuerpo fue arrastrado hasta los pies de
don Juan.
“Alí
Pachá recibió un disparo en la frente y un galeote de los liberados
para combatir le cortó la cabeza y se la presentó a Don Juan ensartada
en una pica. La noticia de la conquista de La Sultana y la muerte de Alí Pachá pasó de una nave a otra y los turcos comenzaron a dar por perdida la batalla” (Cumplido Muñoz).
“Gritos
frenéticos de victoria salieron de los cristianos de la Real, a la vez
que arrojaban al mar a los descorazonados turcos e izaban el estandarte
de Cristo Crucificado en el palo mayor de la Sultana.
“No
había ni un solo agujero en la santa bandera, aunque todo a su
alrededor estaba acribillado y el tronco del mástil que lo sustentaba
erizado de flechas… (Walsh).
En cierto momento, “Don Álvaro de Bazán y su capitana La Loba
destruyó a cañonazos una galera turca y embistió a otra en la que él
mismo dirigió el abordaje recibiendo dos balazos que no traspasaron su
armadura” (Cumplido Muñoz).
El
ala derecha del Príncipe de Melfi seguía combatiendo furiosamente con
los argelinos. Doria estaba cubierto de sangre, pero ileso. El renegado
Uluch Alí inició una veloz retirada enfrentándose con una galera de los
Caballeros de Malta, a quienes odiaba especialmente. Mató (o dio por
muertos) a todos los caballeros y tripulación, llevándose el barco, pero
Santa Cruz lo obligó con sus ataques a abandonar la presa, huyendo con
40 de sus mejores naves aunque perdiendo muchos hombres. Doria lo
persiguió hasta que la noche y la tormenta lo forzaron a desistir, con
pesar de sus guerreros.
En
el fragor de la lucha no se desmentía la nobleza de sangre y espíritu
de tantos hombres que tenían en su Generalísimo un auténtico modelo. En
una galera “…encontraron a los hijos de Alí Pachá, Mohamed Bey de
diecisiete años y Sain Bey de trece. Llevados ante Don Juan, se echaron
llorando a sus pies y aquél les consoló por la muerte de su padre, mandó
que fueran alojados y que les llevaran ropa y comida…” (Cumplido
Muñoz).
Los
cristianos se dirigieron a un puerto cercano para evaluar sus pérdidas,
más bien pequeñas, y su botín, que era riquísimo. Habían perdido 8.000
hombres –más de la mitad venecianos. Los turcos habían perdido más de
220 navíos, 130 capturados y 90 hundidos, y más de 25.000 bajas, a los
que cabe sumar 10.000 cristianos cautivos liberados.
Don Juan despachó naves a España y a Roma, para informar al Rey Católico y al Papa.
Felipe
II recibió la noticia del triunfo con serena majestad en la Capilla del
Escorial, mandó continuar el rezo del Oficio y luego dio la noticia que
fue gran alegría de todos. Mandó celebrar una misa por el alma de los
fieles caídos en Lepanto
A su hermano, le decía: «Vuestra
Majestad debe mandar se den por todas partes infinitas gracias a
nuestro Señor por la victoria tan grande y señalada que ha sido servido
conceder en su armada” (Cumplido Muñoz).
Comunicación de don Juan a S.M.C. Felipe II, recomendándole dar gracias a Dios por el providencial triunfo
“Pero
Pío V -dice Walsh- tenía medios más rápidos de comunicación que las
galeras”. En la tarde del domingo oía a su tesorero Cesis la relación de
sus dificultades financieras. “De repente se separó de su interlocutor,
abrió una ventana y quedó suspenso, contemplando el cielo. Volvióse
después a su tesorero y, con aspecto radiante, le dijo: ‘Id con Dios. No es ésta hora de negocios sino de dar gracias a Jesucristo, pues nuestra escuadra acaba de vencer’.
San
Pío V tuvo una visión sobrenatural del triunfo de Lepanto: sus
oraciones y sacrificios habían sido escuchados, por intercesión de
Nuestra Señora del Rosario de la Victoria
“Y
apresuradamente se dirigió a su capilla, a postrarse en acción de
gracias. Cuando salió, todo el mundo pudo notar su paso juvenil y su
aire alegre” (Cabrera, citado por W. Th. Walsh).
El hecho fue muy comentado. El Cardenal Hergenröther consigna que “el triunfo fue visto con anticipación por San Pío V” (t. III, pp. 263-4).
Las
primeras noticias por medios humanos llegaron de Venecia a Roma dos
semanas después, confirmando estas visiones sobrenaturales, señales
inequívocas de los designios de Dios.
El Papa convocó a una procesión a San Pedro, cantando el Te Deum.
“El
Santo Padre conmemoró la victoria designando el 7 de octubre como
fiesta del Santo Rosario, y añadiendo ‘Auxilio de los Cristianos’ a los
títulos de Nuestra Señora, en la letanía de Loreto” (Walsh).
Más
precisamente, San Pío V añadió la letanía y mandó celebrar en todas
partes la festividad con el nombre de “Nuestra Señora de la Victoria”.
Dado el fervor con que, a su ejemplo, se rezó el Rosario en la ocasión
en toda la Cristiandad, y a haber ocurrido el triunfo en Domingo
consagrado a esta oración –la más importante después de la Santa Misa,
de acuerdo a San Luis María G. de Montfort-, su sucesor Gregorio XIII lo
estableció como fiesta de Nuestra Señora del Rosario –también llamada
“de Ntra. Sra. del Rosario de la Victoria”.
El Generalísimo don Juan de Austria, el noble romano Colonna, Almirante del Papa, y el general Veniero, de Venecia
Felipe
II recibió la noticia con la majestuosa serenidad que lo caracterizaba
en el Palacio-Fortaleza y Monasterio de El Escorial. Le llegó mientras
asistía al rezo de Vísperas cantadas por los Jerónimos. Participó
del Oficio hasta el final y luego hizo el anuncio. La alegría fue
inmensa. Los monjes hicieron procesión y el Rey recibió la felicitación
de los nobles y embajadores, disponiendo que se celebrara una misa por
las almas de los fieles caídos en Lepanto.
Al
día siguiente fue a Madrid a la procesión de Todos los Santos, junto a
la corte, embajadores, prelados y sacerdotes, vestidos con abundancia de
seda y oro de acuerdo a ocasión y condición.
Ejemplo de coraje católico, Veniero, con 70 años, combatía espada en mano al frente de sus guerreros venecianos
En
Santa María, el Cardenal Alexandrino, llegado con San Francisco de
Borja, rezó con magnificencia la solemne misa cantada. Sus palabras y
los versículos del salmo XX tocaron a fondo a todos, y no menos a
S.M.C.:
“En tu fuerza, oh Señor, se alegrará el Rey…
Le has concedido la salvación y una gloria grande;
de gloria has cubierto su cabeza y le has dado admirable hermosura…
Que tu mano caiga sobre tus enemigos; que tu mano derecha caiga sobre cuantos te odian.
“Tú los abrasarás como horno ardiente y les mostrarás tu rostro encolerizado;
la ira del Señor les turbará y el fuego les devorará.
Exterminarás sus hijos sobre la tierra, la simiente de su raza entre los hombres.
Pues han querido que todos los males cayeran sobre ti y han tramado venganzas que no han podido ejecutar.”
* * *
Sobre Lepanto, dice el Canónigo de Barcelona:
“La victoria alcanzada por los cristianos fue rotunda, aplastante”.
Si
grande fue “la presa y la ventaja material de la jornada”, mayor fue
“la moral, el haber dado un terrible golpe al poder marítimo y prestigio
de los turcos, que desde esa fecha empezaron a decaer de su
preponderancia en el Mediterráneo”.
Los vencidos
“demostraron que aquella osadía y aquella intrepidez de que hicieron
alarde durante tanto tiempo se había sepultado para siempre en las
profundidades del golfo” (Angel de Altolaguirre y Duvale).
La mano de Dios, presente en tantos episodios, se hizo notar en la elección de don Juan de Austria, de sólo 24 años:
Fuit homo missus a Deo cui nomen est Joannes;
“Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre es Juan” (Evangelio de
San Juan, cap. I). Son las palabras que, al designarlo Generalísimo de
la Santa Liga, y ahora, en la exaltación de su alegría, salieron de los
labios de Pío V; “aquel joven que había logrado lo que ninguno
consiguiera, que había superado en arrojo a los más atrevidos marinos de
su época, parecía como por Dios enviado para salvar a la Cristiandad
del terrible azote que le amenazaba”. La voz de la gracia y la
convocatoria del Pontífice santo lo hicieron considerarse con razón “el
llamado a salvar la Cristiandad” (Altolaguirre y Duvale).
La
gesta de Lepanto enseña que, “cuando los hombres resuelven cooperar con
la gracia de Dios, se producen las maravillas de la historia”, como
dice Plinio Corrêa de Oliveira en “Revolución y Contra-Revolución”
(parte II, cap. IX in fine).
El
primer lugar en la gesta de Lepanto, entre esos hombres, lo ocupó San
Pío V, un Pontífice lleno de celo por la Casa de Dios y penetrado de
entusiasmo de cruzado. Decía que si los católicos no lucharan con la
firmeza debida, él mismo saldría a pelear para ejemplo de los jóvenes.
Su satisfacción era enorme por haberse logrado “la mayor victoria sobre los infieles de que los hombres tuviesen memoria”, como
escribía a los reyes de la Cristiandad (Pastor). Animaba a los
Cardenales, a don Juan de Austria, y a las potencias de la Liga a
continuar la cruzada, estimando en 10 años el tiempo necesario para
destruir por completo el poderío turco y aún recuperar el Santo Sepulcro
Su
muerte, al año siguiente, no permitió el pleno cumplimiento de sus
proyectos pero dejó plantado bien alto el estandarte pontificio de la
cruzada por la civilización cristiana, proclamado por primera vez por el
Beato Papa Urbano II al grito de “¡Dios lo quiere!”.
Podemos
imaginar su colosal figura amparando la nave de San Pedro y todos los
restos vivos de Cristiandad, rumbo a su plena restauración, ante
peligros como los que él enfrentó con tanta sabiduría, fortaleza,
dedicación, diplomacia, astucia evangélica, mortificación, rezo del
Rosario, coraje e inconmovible confianza.
Para
los hombres de todos los tiempos, especialmente válida en días
conturbados como los que pasan la Santa Iglesia y esos restos vivos de
Cristiandad en estos tiempos, aparece la lección que el Senado de
Venecia dejó grabada en sus paredes a propósito de Lepanto:
“No
fueron las armas, no fueron las fuerzas militares, no fueron los
generales, sino la Virgen María quien nos hizo victoriosos”.
A mayores peligros, más espectacular será su victoria. Ella la anunció en Fátima:
“por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”.
“¿Quién es esta, bella como la luna, elevada como el sol, terrible como un ejército formado en orden de batalla?”
Fuentes consultadas:
Plinio Corrêa de Oliveira, “Revolución y Contra-Revolución”,
ed. online, Una obra clave: Revolución y Contra-Revolución- http://rcr-una-obra-clave.blogspot.com/
Del
mismo autor: “Nobleza y élites tradicionales análogas – en las
alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana”, Ed.
Fernando III, el Santo – Madrid, 1993
Ludwig von Pastor „Geschichte der Päpste – Im Zeitalter der katholischen Reformation und Restauration – Pius V (1566-1572)”, Freiburg im Breisgau 1920, Herder & Co.,
p. 539 y ss.)
William Thomas Walsh, “Felipe II”, Espasa-Calpe, Madrid, 1943
“Novena
al Santo Cristo de Lepanto – Historia de la Batalla de Lepanto” –
Canónigo J. B. y C. – Santa Iglesia Catedral, Barcelona, 16ª edición
Joseph
Cardinal Hergenröther, „Handbuch der allgemeinen Kirchengeschichte“, 3ª
ed., Herder, Freiburg in Breisgau, 1886, t. III, pp. 263-4
Angel de Altolaguirre y Duvale – “Don Alvaro de Bazán”, Ed. Nacional, 1971
José Ramón Cumplido Muñoz, “La Batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571):La gran victoria naval en el Mediterráneo” – www.revistanaval.com/armada/batallas/lepanto.htmModesto Lafuente – “Historia General de España”, t. XIII – Google Books
Fr. Justo Pérez de Urbel, “Año Cristiano”, Ed. Poblet, Buenos Aires