CAPITULO
XVII
LOS CRUZADOS DE LA REINA
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ientras los Reyes
planificaban en Medina del Campo las acciones bélicas contra el poderío del
Islam en Granada, el joven Marqués de Cádiz precipitaba el conflicto con una
brillante proeza.
Don Rodrigo Ponce de León
descendía de larga estirpe de cruzados. Vivía en la frontera mora y se había
preparado para la guerra santa “casi desde la cuna”. A los catorce años ya
había combatido con los musulmanes derramando sangre del enemigo.
Héroe popular, arquetipo del
guerrero noble católico, era casto, sobrio, amante de la justicia y “enemigo de
todos los aduladores, embusteros, traidores y poltrones”, como refieren las
crónicas. Todos los días oía misa, permaneciendo arrodillado con devoción. Las
moras que caían en sus manos eran tratadas con cristiana caballerosidad.
Ansioso de un desquite por
la caída de Zahara y enterado por sus espías de que Alhama, una exuberante
ciudad fortificada, estaba desguarnecida, decidió tomarla por sorpresa sin
preocuparse de que estaba ubicada en plena zona mora.
Con la anuencia de los Reyes
reunió a 2.400 hombres de caballería ligera y 3.000 infantes. Treinta
voluntarios escalaron las altísimas murallas de Alhama, cayeron sobre los
guardias y le abrieron las puertas al Marqués y un puñado de hombres.
Luego de muchas horas de
lucha, los cruzados lograron apoderarse de la ciudad. Mataron a 800 moros y
apresaron a 3.000, liberando a numerosos
cristianos que estaban encadenados en las mazmorras de los infieles.
Obtuvieron un rico botín de
oro y plata, sedas, paños, caballos árabes y otros tesoros, y se quedaron cinco
días celebrando... Demasiado tiempo para una guerra tan enconada: una mañana se
encontraron rodeados por 53.000 soldados del Rey granadino, Muley Abul Hasán,
que venía a recobrar su fortaleza.
No logrando su propósito,
desvió el río para matar de sed a los cruzados. Estos acometieron a los moros
en el canal, que pronto quedó obstruido por los cadáveres. Sólo un hilito de
agua se filtraba, a pesar de los intentos de los sarracenos. Para tomar un vaso
de agua, el Marqués y sus hombres tenían que arriesgar la vida bajo la
flechería de las ballestas moras: “cada gota de agua se pagaba con una gota de
preciosa sangre”. La perspectiva que asomaba era que la proeza terminara en desgracia y
muerte.
Enterados los Reyes de la
situación, decidieron que don Fernando se pusiera al frente de un ejército que
estaba reclutando en Andalucía. Para ello, galopó día y noche.
Entre tanto una gran señora,
la mujer de don Rodrigo, apeló al gran enemigo personal de su marido, el Duque
de Medinasidonia; la misión de los nobles pedía que los resentimientos
personales cedieran en aras de los
intereses superiores de la civilización cristiana. El Duque dejó de lado
el viejo rencor, y con increíble rapidez reunió cinco mil caballeros para ir en
socorro de su rival: un héroe cristiano necesitado de ayuda.
Los moros no luchaban en
campo abierto como los guerreros cristianos. Sabedor el Rey Abul Hasán del
avance del Duque y fracasado un ataque decisivo que lanzó contra el Marqués de
Cádiz sitiado en Alhama, se retiró de allí en la espesura de la noche.
Al día siguiente, el Marqués
y los cruzados con alegría oyeron clarinadas y vieron estandartes que
relumbraban al vuelo.
Era el Duque de
Medinasidonia, que luego entró en la ciudad sitiada al son de las trompetas.
Don Rodrigo, con lágrimas en los ojos, avanzó para abrazar al hombre a quien
una vez había jurado matar. Desde ese momento, el Marqués y el Duque fueron
amigos y hermanos de armas, y durante los diez años de la guerra se contaron
entre los más eficaces generales del ejército cruzado. Así ocurría con otros
grandes señores que se habían enemistado en tiempos del Rey Enrique; “la reina
Isabel no tenía por qué deplorar su tacto y cordura en el trato con tales
gallardos caballeros”.
Poco después, Su Majestad
presidía un consejo de guerra. Los viejos guerreros de las fronteras opinaban
que no valía la pena conservar Alhama dada su situación desfavorable. Pero “la
reina declaró que nunca había soñado entregar la primera plaza que conquistara”.
Se manifiesta el carisma de
los reyes católicos: oír a sus vasallos pero discernir el camino en la
incertidumbre general. Lo que logran cuando, por intermedio de la Madre de Dios, buscan la
inspiración divina. Finalmente, “prevaleció el consejo de la reina” y se
decidió atacar Loja, la ciudad mora más cercana.
Isabel pedía a todas las
ciudades tropas, dinero y víveres, “convocando a los vasallos de la Corona y a la Nobleza principal del
Norte, a estar prontos para seguir el estandarte real en Andalucía. Luego,
avanzó en rápidas etapas hacia Córdoba, a pesar del avanzado estado de preñez
en que se encontraba” (cf. “The Historians’ History of
the World”, Ed. The Times, Londres, t. X, cap. VI, p. 142).
Hizo volver de Italia la
flota para evitar que por vía marítima llegaran refuerzos musulmanes. La unión
de Isabel y Fernando creaba horizontes inéditos. “Dado que se recibieron avisos
de que los moros de Granada estaban haciendo esfuerzos para lograr la ayuda de
sus hermanos africanos en apoyo del Imperio Mahometano en España, la reina hizo
que una flota se pusiera bajo el mando de sus dos mejores almirantes con
instrucciones de barrer el Mediterráneo hasta el estrecho de Gibraltar, y así
cortó efectivamente todas las comunicaciones con la costa de Berbería” (cf. “The Historians’...”, p. 143).
Faltaba poco para que diera
a luz a su hija, doña María. Suspendió la recorrida de los campamentos a
caballo o en mula, aunque sin dejar de ocuparse de la guerra hasta el mismo día
del nacimiento de la princesa.
El Rey Fernando iba en
camino de transformarse, en esta guerra, en el monarca más grande y capaz de su
tiempo. Pero su defecto militar era un exceso de ímpetu, afín a los tiempos que
le tocó vivir. Sus avanzadas pusieron en riesgo la valiosa vida del Marqués de
Cádiz, que no obstante haber aconsejado otras opciones se jugó fielmente, con
su coraje legendario, luchando cuerpo a cuerpo. El caballo de Fernando “había
sido muerto bajo su persona en el preciso momento en que había perdido su lanza
en el cuerpo de un moro” (“The Historians’...”, p. 143). El ejército de
Fernando sufrió grandes bajas. La acción terminó en derrota, pese a los hechos
heroicos relatados. “Nunca la caballeria española derramó su sangre tan
gratuitamente” (íd., ibid.).
Isabel y Fernando comprendieron
que no podrían apoderarse de Granada si al vigor de sus valientes vasallos no
añadían artillería pesada, que se podría conseguir en el corazón de Europa.
Detener la guerra habría
significado enfriar las gracias del heroísmo cristiano y frenar la acción de la Inquisición. Decidieron
proseguir la gesta.
Entre tanto, Isabel
estudiaba latín para poder tratar directamente con los embajadores. La pausa de
Navidad la encontró en activo descanso, cazando lobos y jabalíes en los bosques
madrileños. Ya restablecida, se dirigió a Córdoba a ayudar a don Fernando en el
segundo año de la cruzada.
Mientras éste organizaba sus
fuerzas, un desastre imprevisto cortó las esperanzas de esa temporada: una
emboscada mora nocturna diezmó la flor de la caballería cristiana de Andalucía.
El Marqués de Cádiz y un puñado de hombres fueron los únicos que lograron
salvarse, a fuerza de buen pelear. “Andalucía estaba en gran tristeza, no había
ojo que no llorara, así como en gran parte de Castilla” (Bernáldez).