Populus Qui Habitabat In Tenebris
Vidit Lucem Magnam
Plinio Corrêa de Oliveira
“Catolicismo” Nº 12, Diciembre de 1951
En la fiesta de la Santa Navidad hay varias nociones que se superponen. El nacimiento del Niño Dios nos permite ver con claridad el hecho de la Encarnación. Es la segunda Persona de la Santísima Trinidad que asume naturaleza humana y se hace carne por amor a nosotros.
Es el principio de la existencia terrenal de Nuestro Señor. Principio refulgente de claridades, que encierra una degustación anticipada de los episodios admirables de Su vida pública y privada. En lo alto de esta perspectiva está la Cruz; pero en las alegrías navideñas apenas se ve lo que hay de sombrío en esto. Vemos caer en cascada sobre nosotros la Redención.
La Navidad es así el preanuncio de nuestra liberación, la señal de que las puertas del Cielo van a abrirse nuevamente, la gracia de Dios va a difundirse sobre los hombres y la tierra y el Cielo constituirán otra vez una sola sociedad bajo el cetro de un Dios Padre y ya no apenas Juez.
Si analizamos detenidamente cada una de estas razones de alegría comprenderemos lo que es el júbilo de la Navidad, este gozo cristiano ungido de paz y caridad que hace que por unos días todos los hombres se sientan penetrados de un sentimiento raro en este triste siglo XX: la alegría de la virtud.
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La primera impresión que nos viene del hecho de la Encarnación es la idea de un Dios sensiblemente presente, muy junto a nosotros. Antes de la Encarnación Dios era, para nuestra sensibilidad, lo que sería para un hijo un padre inmensamente bueno viviendo en tierras distantes. De todas partes recibíamos los testimonios de su bondad.
Pero no teníamos la ventura de haber sentido personalmente sus suavidades, su mirada divinamente profunda posándose sobre nosotros, gravemente comprensivo, noblemente afectuoso.No conocíamos la inflexión de su voz.
La Encarnación significa para nosotros el gozo de este primer encuentro, la alegría de la primera mirada, el crecimiento cariñoso de la primera sonrisa, la sorpresa y el aliento de los primeros instantes de intimidad. Por eso, en Navidad, todos los afectos se vuelven más expansivos, las amistades más generosas, la bondad más presente en el mundo.
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En la alegría navideña hay una gran nota de solemnidad. El hecho de la Encarnación trae a nuestro espíritu la noción de un Dios que asumió la miseria de la naturaleza humana en la más íntima y profunda de las uniones que existe en la creación.
Si de parte de Dios vemos la manifestación de una casi incalculable condescendencia, recíprocamente, en lo que se refiere a los hombres, hay una casi inexpresable promoción. Nuestra naturaleza fue promovida a un honor que jamás podríamos haber imaginado. Nuestra dignidad se acrecentó. Fuimos rehabilitados, ennoblecidos, glorificados.
Por esta causa hay algo de discreto y familiarmente solemne en las fiestas navideñas. Los hogares se decoran como para los días más importantes, cada uno viste sus mejores galas, la gentileza de todos se hace más quintaesenciada. Comprendemos, a la luz del pesebre, la gloria y la bienaventuranza de ser, por la naturaleza y por la gracia, hermanos de Jesucristo.
En la alegría de la Navidad hay también algo del júbilo del prisionero indultado, del enfermo curado. Júbilo constituido de sorpresa, bienestar y gratitud.
Nada hay que pueda expresar la tristeza manifiesta del mundo antiguo. El vicio había dominado la tierra, y las dos actitudes posibles ante él llevaban igualmente a la desesperación. Una consistía en buscar en él el placer y la felicidad. Fue la solución de Petronio, que murió suicidándose.
Otra consistía en luchar contra él. Fue la de Catón, que, después de la derrota de Tarsos, aplastado por la borra del imperio, puso fin a su vida exclamando: “Virtud, no eres más que una palabra!” La desesperación era, pues, el término final de todos los caminos.
Jesucristo vino a mostrarnos que la gracia nos abre avenidas de virtud, que hace posible en la tierra la verdadera alegría, que no nace de los excesos y desórdenes del pecado sino del equilibrio, de los rigores, de la bienaventuranza, de la ascesis. La Navidad nos hace sentir la alegría de una virtud que se tornó practicable, y que es en la tierra un ante-gozo de la bienaventuranza del Cielo.
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No hay Navidad sin Angeles. Nos sentimos unidos a ellos y partícipes de aquella alegría eterna que los inunda. Nuestros cánticos tratan de imitar en este día los de ellos. Vemos el Cielo abierto ante nosotros, y la gracia elevándonos desde ya a un orden sobrenatural en que las alegrías trascienden todo cuanto el corazón humano puede pensar.
Es que sabemos que con ella comienza la derrota del pecado y de la muerte. Que constituye el comienzo de un camino que nos llevará a la Resurrección y al Cielo. Cantamos en Navidad la alegría de la inocencia redimida, de la resurrección de la carne, la alegría de las alegrías que es la eterna contemplación de Dios.
Y es por eso que, cuando las campanas anuncien a la Cristiandad la Santa Navidad, habrá una vez más alegría santa sobre la tierra.
Nota original: Nobleza y élites tradicionales análogas – Prólogo, por los Duques de Maqueda – Visión de conjunto – Parte I (4) – publicada en este boletín el 23.11.13
Nota actual: selección temática de la nota original – Visión de Conjunto – Parte II – nota 4 bis
Prólogo de Nobleza y élites por los Duques de Maqueda. Principales temas abordados.
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El Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, figura ampliamente conocida en los medios católicos y conservadores de todo Occidente. Su actuación: Diputado Federal católico, docente universitario, conferenciante, periodista, escritor: 2500 títulos publicados, entre libros y artículos.
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Sus obras “En defensa de la Acción Católica” (’43) y “La libertad de la Iglesia en el Estado Comunista” (’63) alabadas por la SantaSede. En 1981, gran repercusión mundial de su manifiesto El socialismo autogestionario: frente al comunismo, ¿barrera o cabeza de puente?, publicado en 155 diarios de gran circulación.
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Repercusión profunda de su ensayo Revolución y Contra-Revolución,traducido a numerosas lenguas. Describe la crisis del mundo moderno detonada por los movimientos plenamente revolucionarios del Humanismo, Renacimiento y Protestantismo, que preparan la Revolución Francesa. Radicalizadas, tales doctrinas y tendencias dan lugar al marxismo y la Revolución Rusa, la propaganda comunista y la súbita aparición de la revolución cultural inaugurada por el movimiento de la Sorbona y los correlativos fenómenos de rock, hippismo y punk. El Telón de Acero se desmorona: el comunismo parece entrar en decadencia. Sin embargo el autor discierne una astuta metamorfosis por la que -de acuerdo al propio Marx- el comunismo, camuflado en revolución ecológica socialista y autogestionaria procura imponer transformaciones más profundas que la etapa del capitalismo de Estado.
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A la luz de Revolución y contra-Revolución, el autor funda un movimiento de inspiración católica, la Sociedad Brasileña de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad, que se extiende por América y Europa, formando entidades afines en Africa, Asia y Oceanía. Se constituye así el mayor conjunto de entidades anticomunistas de inspiración católica del mundo contemporáneo, de intensa actuación.
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Dentro de este enorme acervo ha de comprenderse Nobleza y Elites…, la más reciente obra del autor a ser difundida en los 5 continentes.
Responde cuestiones fundamentales para el hombre contemporáneo, que duda entre dos modelos de sociedad. Uno, de inspiración católica y tradicional, en que las desigualdades proporcionales y armónicas están en total consonancia con la doctrina católica, abierto a la opción preferencial por los pobres y la existencia de élites auténticas, con vigorosa base religiosa y familiar, sin las cuales la sociedad es como un cuerpo sin cabeza. El otro, basado en la idea de que toda desigualdad es injusta, que conduce la sociedad a la lucha de clases y a la esterilidad -o a la sub-producción.
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Al ilustre pensador le parece importante preservar esta gran verdad en los medios católicos, minados por una crisis de autoridad e identidad que llevó al Papa Pablo VI a afirmar que “La Iglesia atraviesa hoy un momento de inquietud. Algunos se ejercitan en la autocrítica, se diría que hasta en la autodemolición”; y que se tiene la sensación de que “por alguna fisura ha penetrado el humo de Satanás en el templo de Dios”.
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Dado el carácter esencialmente jerárquico de la Iglesia fundada por N.S.J.C., y la suprema autoridad de los Soberanos Pontifices, el autor pensó con acierto que, para orientar a las multitudes católicas, nada podría compararse en eficacia a un estudio que diera a conocer los principales documentos pontificios sobre esta materia. Se trataba de poner en evidencia que, sin perjuicio de la opción preferencial por los pobres, los católicos fieles deben ejercer también una opción preferencial por los nobles.
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Eso le llevó a estudiar a fondo las catorce magníficas alocuciones con que Pío XII habló con paternal afecto y entusiasmante sabiduría sobre qué es en nuestros días la Nobleza y cuáles los deberes que le corresponde cumplir ante un pasado que ha de ser continuado con fidelidad.
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También Pío XII demostró que las puertas de la Nobleza deben abrirse a ciertas categorías nuevas, puestas en relieve en el mundo contemporáneo por las transformaciones sociales y económicas, en un régimen de colaboración y ósmosis gradual. (…) extendiendo los predicados de una verdadera élite, ayudándolas a ascender gradualmente desde las carencias intelectuales y morales del “nuevo-riquismo” hacia los altos valores de la tradición. (…) para el bien común de la sociedad, transformándose en élites análogas y hermanas de la Nobleza, y no en rivales y adversarias de ésta
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Estas enseñanzas, completadas con las de otros Papas, de Santo Tomás y de otros Doctores de la Iglesia ayudarán a la Nobleza e Hidalguía españolas a conservar celosamente su identidad, y a encontrar la definición precisa de su misión y razón de ser en la sociedad contemporánea.
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Acentúan, junto con el autor, que la condición fundamental para que la Nobleza, Hidalguía y élites análogas cumplan sus importantes misiones de modo ejemplar es que perseveren con firmeza en la Fe, en la práctica de los Mandamientos y en la vida de piedad, alimentada por la frecuencia de los Sacramentos, pues sin estos recursos sobrenaturales el apóstol de hoy nada conseguirá hacer, como nada hubieran hecho los apóstoles de antaño. […]
Era muy “nuevo” cuando vi y –como le habrá pasado al lector en situaciones análogas- me llamó la atención aquel nombre desconocido –que me sonó a centroamericano- de María de la O. Sin sospechar que era una riqueza de nuestro pueblo latinoamericano, grabado en la pupila de la Virgen de Guadalupe, Emperatriz de América.
Y digo latinoamericano –como podría decir hispanoamericano o iberoamericano- con admiración por todo lo que representa la latinidad, forja que amalgamó a tantos pueblos cristianos, latinos y germánicos, y mestizos de sangre europea, indígena y africana. Y, naturalmente, a aquellos de quienes, sin tener sangre latina decían los primeros pobladores: “las Indias, sin indios, no son Indias”. Pues también recibieron su influencia cristiana benéfica,
Mundo latino-americano que encierra imágenes de fértiles extensiones del Lacio, donde pacían aquellos “vitulii” protohistóricos de grandes cuernos de forma musical, que dieron su nombre a Italia.
Grandezas de “Mare Nostrum”, gestos célebres como el cesáreo “alea jacta est” (la suerte está echada), que pasó para siempre al “salón de los espejos” de la leyenda.
Mundo cuya alma es la Roma Eterna de pontífices y emperadores, tan odiada por los adversarios de la Iglesia, externos e implacables, o internos y “auto-demoledores –cf. S.S. Pablo VI-, y no menos implacables.
La que tiene como protectoras las aguas fontanas brotadas milagrosamente del rebote de la cabeza de San Pablo al caer bajo la espada en defensa de la Fe, y la sangre del Príncipe de los Apóstoles, San Pedro, poderosas “simientes de cristianos”.
La que las muy latinas España y Portugal trajeron a América en temerarias embarcaciones que desafiaron la inmensidad y deslumbraron a los nativos con la Santa Cruz de sus velas.
Continente de la esperanza cuyas naciones –parafraseando al Santo Padre Juan Pablo II- ‘nacieron marianas’.
El Padre Francisco de Paula Morell, SJ dice que se llama a esta fiesta –de la que proviene el devoto nombre – Nuestra Señora de la O, por las antífonas(bello término!) que empiezan con esa letra , cantadas en la liturgia tradicional hasta las vísperas de la Navidad.
Ese “Oh!” expresa la admiración de la Virginal Reina ante la proximidad del alumbramiento de su Hijo, por lo que, de acuerdo al mandato de patriarcales Arzobispos de Toledo, se conoce a la festividad como la Expectación del Parto.
…Para recordar los ardientes deseos con que los santos suspiraron por ver nacido y hecho Redentor del mundo al Niño Dios. Ya nuestros primeros padres aliviaron con esta esperanza las penas a las que por su transgresión y desobediencia se vieron sujetados.
El propio Nuestro Señor manifestaba que el patriarca Abraham (desde la sombra acogedora y fresca de sus coposos terebintos) había deseado ver su venida a este mundo, diciéndole a los judíos “Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis, porque muchos reyes y profetas desearon verlo y no lo alcanzaron”.
Jacob, prefigura de los elegidos, decía: “Señor yo esperaré vuestra salud y vuestro Salvador”. Moísés le pedía que enviara al que había de enviar.
Pero el que con mayor fuerza de razones expresaba estos deseos era el profeta Isaías: “Enviad Señor aquel Cordero que ha de señorear todo el mundo. Cielos, enviad vuestro rocío desde lo alto y las nubes lluevan al Justo: ábrase la tierra y brote y produzca al Salvador”.
Y agregaba: “Oh, si rompieses Señor esos cielos y descendieses y acabases de venir”. Oraciones de gran unción y poético encanto.
Si todos estos santos y profetas pedían el Mesías prometido con tanta insistencia, ¡qué haría la que era más santa que todos y tenía más lumbre del cielo para conocer y estimar este soberano beneficio, y más caridad para desear el remedio de todas nuestras pérdidas y calamidades…!
Ella sabía que el que traía en su seno virginal era verdadero hijo suyo y unigénito del Eterno Padre, y que se acercaba el bienaventurado día en que Ella habría de dar al mundo su Redentor, su Salvador, su vida, su gloria y su bienaventuranza.
Cómo se desharía en júbilo su espíritu viendo que ya eran oídas las súplicas de tantos justos, los gemidos de las naciones, y los ruegos y lágrimas, anhelos y arrobamientos de admiración con que Ella había suplicado a Nuestro Señor que no tardase en venir y manifestarse ‘vestido de su carne’ para dar espíritu a los hombres carnales y hacerlos hijos de Dios!
Deseaba con increíble deseo verle ya nacido para adorarlo como a su Dios, reverenciarlo como su Señor, y abrazarlo y besarlo como a su dulcísimo Hijo.
A grandes deseos da Dios grandes cosas, dice el P. Morell.
Por eso la Santísima Virgen obtuvo con sus deseos tan ardientes que Dios abreviase nuestra redención,
Pidamos a la Medianera de todas las gracias que nuestro corazón también suspire en esta Navidad por ver, ya en esta vida, que es preparación para la futura, las perfecciones de Dios reflejadas en la belleza de las criaturas, en el heroísmo de los cruzados, en la sabiduría de los grandes pensadores y hombres de acción de la Cristiandad, en la distinción, delicadeza y fortaleza de una Isabel la Católica, en la virtud de un padre de familia o de un hijo ejemplar, y así nos preparemos, con la Expectación de hijos de María, a ver a nuestra Madre, “Clarísima Estrella del Cielo” y “Diadema en la cabeza del Sumo Rey” (Letanías de la Orden de Predicadores). …“Ut videntes Jesum, semper collaetemur” (Para que al ver a Jesús siempre nos alegremos, cf. himno “Ave Maris Stella”.
Participando de los deseos de la Reina de los Corazones, nos despedimos deseándole a nuestros apreciados lectores y amigos una muy Feliz y Santa Navidad, y un Año Nuevo pleno de gracias y de cristianas realizaciones.
Ilustración: Homenaje del Condado de Clermont-en-Beauvais
En la ceremonia de homenaje, ambos aspectos de protección y servicio eran simbólicamente prometidos por el superior al poner sus manos sobre las manos unidas del otro (N.: el vasallo). Se agregaba un acto de lealtad cuando las partes juraban sobre los Evangelios, o sobre reliquias de santos, ser fieles uno al otro. Cristo y Sus Santos eran los testigos que garantizaban su cumplimiento.
De ahí que estos actos trascendieran las meras ventajas materiales, ya que la salvación misma de las almas de los participantes dependían del cumplimiento de sus obligaciones feudales. En esa edad de Fe ambas partes tomaban seriamente el acto de fidelidad, comprendiendo que se establecía un compromiso que debía ser ejecutado con toda honestidad.
Por medio de este acuerdo cada uno daba al otro los derechos y elementos para defenderse mutuamente contra los abusos y los incumplimientos del contrato. La ruptura del vínculo feudal por cualquiera de las partes era considerado una felonía y un acto deshonroso, liberándolas de sus juramentos de lealtad y dándoles el derecho (e inclusive el deber) de resistir.
Ilustración: El homenaje prusiano, por Jan Matejko
Un tal vínculo de confianza mutua es inconcebible sin la virtud de la Fe. Eso explica porqué es tan mal entendido en nuestra época secular. Este vínculo espiritual sólo puede darse en una población imbuída de las virtudes cardinales y de las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad.
John Horvat II, “Vuelta al Orden: de una economía frenética a la Sociedad Orgánica Cristiana – Adónde estuvimos; cómo llegamos hasta aquí; y adónde tenemos que ir” (York, Pennsylvania. York Press, 2013), p. 195)
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