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El Papado sostenido por Pipino, rey de los francos y "Patricio de los Romanos" - Germina el Sacro Imperio
Con
motivo de los 1200 años de la coronación de Carlomagno como sacro
Emperador Romano de Occidente, un acontecimiento ápice…, venimos
comentando en esta sección la orgánica y gradual ascensión del linaje
carolingio a la dignidad imperial por manos de los Sumos Pontífices.
Nacía el tiempo en que, como enseñó León XIII, “el Sacerdocio y el
Imperio estaban ligados entre sí por una feliz concordia y por la
permuta amistosa de buenos oficios. (Encíclica “Immortale Dei”,
l.XI.1885 – “Bonne Presse”, París, vol. II, p. 39).
Bosquejamos en notas anteriores la
colorida historia de Pipino, padre de Carlomagno, ungido por San
Bonifacio, Apóstol de Germania, como rey de los francos, como monarca
llamado a cumplir una misión providencial gobernando a su pueblo en las
vías del Evangelio, edificando la Cristiandad. Vemos tornarse realidad
la misión excelsa de un Príncipe católico, elevado al trono por un
misionero de la talla de San Bonifacio, inspirado en los ejemplos
bíblicos, consagrando en los hechos las palabras de la Sabiduría eterna:
“Per me regnant reges” (Por Mí reinan los reyes…),
manteniéndose así una vinculación entre el Cielo y la tierra, entre
Cristo Rey y la civilización cristiana, por intercesión de María Reina,
de la que difícilmente podemos hacernos una idea en estos tiempos de
neo-paganismo revolucionario.
Comentamos el aprieto en que se
encontraba el Papado en tiempos del gran Pontífice Esteban II, amenazado
por los lombardos ex arrianos y semi-bárbaros que venían conquistando
toda Italia y pretendían establecer su trono en la propia Ciudad Eterna.
A pesar de todas las infidelidades y aún
apostasías de los Emperadores Romanos de Oriente (Bizancio), los
Soberanos Pontífices habían mantenido en el orden temporal su carácter
de súbditos, remanente del antiguo Imperio romano. Ante la amenaza
lombarda, habían solicitado al emperador una ayuda efectiva, fuerzas
militares capaces de frenar al enemigo.
Esteban II había lanzado por última vez
un grito de angustia hacia Bizancio, supremo llamamiento que “no tuvo
eco entre los cobardes tiranos del mundo imperial” (Kurth). Teniendo
entonces que escoger entre la salvación de un pueblo abandonado por sus
defensores naturales y la alianza con los francos, el Papa “levantó su
ánimo a la altura de su deber, y se dirigió resueltamente a Pipino el
Breve” (ibid.). Ya sus predecesores habían pedido a Carlos Martel y al
mismo Pipino apoyo a la causa de la civilización cristiana.
Este tenía una deuda de gratitud con el Papado, gracias al cual se había
podido dar sin perturbaciones el necesario cambio de dinastía por él
propuesto.
La respuesta de Pipino al llamado
pontificio no se hizo esperar: llegaron a Roma sus embajadores, el
Obispo de Metz, Chrodegang, y el legendario duque Augier, popular en
Francia por un tradicional juego de cartas. Los emisarios invitaron al
Pontífice a trasladarse a donde Pipino se encontraba.
Después de reflexionar con madurez, el
prudente y animoso pontífice adoptó una resolución que en un principio
espantó a sus familiares, pero que mantuvo con energía: corresponder a
la invitación de ir al encuentro del rey franco, pero antes presentarse
personalmente ante el rey enemigo Astolfo, acompañado de la embajada
franca y también de la bizantina –mencionada en el artículo anterior.
Dados los antecedentes de Astolfo, sus
familiares –ayudantes y consejeros de la Curia romana- temían por la
vida del Pontífice. Pero no lograron disuadirlo. El 14 de octubre de
753, consigna solemnemente el Liber Pontificalis, se puso en camino,
acompañado del legado imperial griego, Juan el Silenciario, del Obispo
de Metz y del Duque Augier, y de una comitiva de altos personajes de
Roma y ciudades vecinas. “Acompañóle en su camino, durante algún tiempo,
una muchedumbre inmensa ‘que lloraba, sollozaba’, dicen los Anales del
Pontificado, y queria retenerle’ porque preveía los grandes peligros que
le esperaban en Pavía” (Mourret). ¡Tocante escena viva de la
Cristiandad!
A pesar de que una comisión de Astolfo se
adelantó para rogarle que no le diga a éste ni una palabra de sus
malhadadas conquistas, el Papa le presentó sin temor sus reclamaciones,
en nombre del imperio –como le había pedido el emperador- y en nombre de
la Iglesia. Astolfo, impresionado por la actitud de los dos enviados
francos, que subrayaron el discurso del Pontífice con palabras “breves y
claras”, rechazó las demandas de Bizancio e intentó hacer desistir al
Papa de su viaje al rey Pipino.
Sus exhortaciones y amenazas no lograron
quebrantar la constancia del Vicario de Cristo, que luego de despedir a
la embajada imperial, y a los laicos de su séquito, se dirigió a Francia
con algunos clérigos, franqueando el San Bernardo y bajando a la Abadía
de San Mauricio.
Allí lo esperaban dos comisionados del
rey franco que lo acompañaron hasta Sangres, donde le salió al encuentro
el joven hijo del rey, Carlos, el futuro Carlomagno, que contaba con
doce años; y luego el mismo Pipino, que se adelantó tres millas.
A la vista del Papa, el rey desmontó de
su cabalgadura, tributándole profundos homenajes y tomando las riendas
del caballo del Pontífice, caminando un trecho a su lado “a guisa de
escudero” (Mourret). Señera expresión de espíritu jerárquico feudal.
El Papa y sus clérigos
correspondieron, homenajeando a su vez a Pipino como monarca católico y
defensor de la Iglesia, vestidos de cilicios, cubiertas sus cabezas de
ceniza y suplicándole pusiese mano en la defensa de “la causa de San
Pedro y de la República de los romanos”. También le rogó el Pontífice
hacer restituir el Exarcado de Ravena a su legítimo posesor, el
emperador, supremo acto de condescendencia de Esteban II con respecto a
la infiel Constantinopla.
Pipino accedió de buen grado a las
demandas y, para acomodarse al consejo del Papa de evitar en lo posible
la efusión de sangre, intentó resolver la cuestión por la vía
diplomática.
Tres embajadas sucesivas y la ofrenda
generosa de 12.000 sueldos de oro no movieron a Astolfo a abandonar sus
pretensiones. Su perfidia llegó al punto de lograr que el Abad de Monte
Cassino –súbdito lombardo-, donde llevaba vida religiosa Carlomán,
hermano de Pipino, lo enviara a sembrar discordias contra el Papa y el
rey franco.
La reaparición del príncipe-monje en el
mundo abandonando el monasterio para estos insidiosos manejos provocó un
verdadero escándalo. Felizmente, la maniobra fracasó.
Se imponía una urgente acción militar.
Pipino se dispuso virilmente a ella a pesar de la oposición de algunos
señores, fomentada por las maniobras de Astulfo y Carlomán, que hicieron
fracasar una asamblea de barones.
Una segunda asamblea, celebrada en
Kiersy-sur-Oise el 14 de abril de 754, mostró un cambio para mejor y
precisó que la finalidad de la expedición sería la de restituir al Apóstol San Pedro
los territorios ocupados por el lombardo. Se celebró entre el católico
rey franco y el Sumo Pontífice el Pacto de Kiersy, que algunos llaman
‘restitución’ o ‘promesa’, y que “tiene la forma de una ‘donación’; es
una ‘restitución’, porque lo que da de hecho era posesión de san Pedro, o
sea del Papa; y es una ‘promesa’, porque lo que da Pipino, no lo había
conquistado todavía”. A cambio de tan importante donación, “Pepino da y
no reclama en retorno sino oraciones” (Mourret).
La tercera asamblea se hizo el 28 de
julio de 755 en la histórica Abadía de Saint-Denis, marco de una
ceremonia de gran significado. El Papa renovó la consagración real de
Pipino, asociando a ella a su hijo Carlomagno –y a su hermano,
declarando a los tres Patricios de los Romanos.
Semejante consagración de un rey y de sus
hijos por el Sumo Pontífice no tenía precedentes en la historia. No
sólo confirmaba la legitimidad de Pipino y su descendencia, “sino
parecía elevar la realeza de los francos por encima de las demás
realezas de Europa”. Por lo que el Papa lo llamará “el ungido de San
Pedro” (ibid.).
El título de ‘patricio de los romanos’
–a diferencia del de ‘patricio’ a secas, que había sido concedido
anteriormente a otros por la Santa Sede, sugería la idea de un derecho
de protección efectiva sobre el Estado pontificio. Habían perdido su
razón de ser las funciones de Duque de Roma y la restauración de un
exarca de Ravena (bizantino). “El Sacro Imperio se hallaba en germen en
las actas de la asamblea de Saint-Denis” (ibid.).
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(*) Cfr. Sacralidad medieval: Pipino ungido Rey de los Francos por San Bonifacio, Apóstol de Germania y Legado papal
Ver artículos anteriores de esta serie
haciendo click en el “tag” La civilización cristiana al vivo, 1200 años
de Carlomagno, Sacro Imperio
BIBLIOGRAFIA CONSULTADA
Godofredo Kurth, “Los orígenes de la civilización occidental”, Emecé Editores, Buenos Aires
Fernando Mourret, “Historia General de la
Iglesia”, t. III La Iglesia y el mundo bárbaro, 2ª. ed., Barcelona –
París – Bloud y Gay, Editores
Frantz Funck-Brentano, “Les Origines”, L’histoire de France racontée à tous, 10ª ed., Hachette, Paris
Henri Pirenne, “Mahoma y Carlomagno”, Ed. Claridad, B
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