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a espectacular princesa cuya
vida contaremos en estas notas era de franco tipo norteño, con cabellos de
color cobrizo claro, mentón algo acentuado, y en sus ojos azules brillaban
verdosas luces con destellos de oro.
A la edad de diez años la
acompañaba su fiel amiga, Beatriz de Bobadilla, que la seguiría toda una vida.
A esa edad, se enseñaba en Castilla cuáles eran los deberes para con una
princesa de sangre real. Isabel vivía con su madre, la reina viuda, en
situación económica apremiante, casi olvidada por su medio hermano Enrique IV
La caracterizaba una serena
gravedad, rara en una niña.
Más que hablar, le gustaba
escuchar, y cuando hablaba lo hacía con pocas palabras.
A esa edad conservaba una
majestuosa prestancia que no sorprendía pues descendía de Alfredo el Grande,
Guillermo el Conquistador, los reyes ingleses Plantagenet, San Luis, rey de
Francia, y San Fernando, rey de Castilla. No obstante, por razones dinásticas,
parecía inverosímil que un día llegara a
ser reina.
De un rey como su medio
hermano, Enrique IV, no extraña que ella y su madre carecieran de alimento y
vestido, y se vieran obligadas a vivir sin el esplendor que su condición
requería.
Isabel hablaba el castellano
con armoniosa elegancia y entre sus
estudios se contaban la pintura y la poesía, la historia y la filosofía de
Santo Tomás de Aquino, que resultaría preciosa para su vocación de reina.
Bordaba telas de oro y
terciopelo, confeccionaba estandartes para su capilla e ilustraba con
extraordinaria habilidad los pergaminos. Tenía sentido musical y poético.
En esos cantos y cancioneros
que le gustaban a su padre aprendió la
historia épica de sus antepasados cruzados.
Estos elementos constituyen
trazos de un conjunto que iba madurando; lo veremos aflorar a su tiempo.
Toda Europa sentía al vivo
la amenaza de invasión de los desalmados bárbaros que perturbaron la paz y
prosperidad de Occidente durante mil años. Los fanáticos musulmanes habían
llegado al Danubio y devastado Grecia, enseñoreados de Constantinopla, la llave
de Occidente.
Los pontífices instaban a
los cristianos a unirse en defensa de la civilización cristiana, pero la
reacción estaba adormecida. Isabel sabía que España se había desangrado más de
siete siglos bajo la opresión musulmana. Y que algunos judíos españoles que
odiaban a la Cristiandad
y deseaban ver destruida su influencia los indujeron a apoderarse de las
tierras de los cristianos. La
Península fue arrasada por el fuego y la espada del infiel.
Unos judíos abrían las puertas de las ciudades al invasor, mientras otros se
encontraban en las filas de los ejércitos cristianos.
En los cancioneros tan
admirados por ella aprendió a conocer la intervención de la Providencia en la
historia de su reino; pues evocaban al caballero apóstol de Cristo, montado en
un caballo blanco, que se apareció a los destruidos ejércitos cristianos en
Clavijo y los condujo a la victoria sobre las hordas musulmanas. Era Santiago,
“el matamoros”, el hombre del sí y del no, que predicó en España el Evangelio,
cuyo cuerpo, encontrado milagrosamente, se
venera en Compostela. “Luz y espejo de las Españas”, como rezan las
actas fundacionales de La Rioja
y Jujuy, los cristianos corrían a la batalla al grito de guerra “¡Por Dios y
Santiago!”
El poder político de los
musulmanes se concentró en el rico y poderoso reino de Granada. No sólo era una
amenaza constante a los reinos de Castilla y Aragón, sino que en cualquier
momento podía atraer de Africa nuevas hordas de fanáticos.
Era urgente la necesidad de
un rey fuerte que uniera los estados cristianos y finalizara la reconquista.
Pero el cetro de San Fernando había caído en manos del medio hermano de Isabel,
conocido como Enrique el Impotente.
Su aspecto, afín a sus
costumbres, era chocante. Calzaba borceguíes moriscos, cubiertos de barro. Su
mirada daba miedo.
La madre de Isabel, princesa
portuguesa, le tenía aversión y desconfianza. Era bella, de voluntad enérgica,
anclada en los principios católicos de gobierno. Su influencia sobre su esposo
Juan II libró a Castilla de la tiranía del favorito don Alvaro de Luna, a quien
hizo decapitar.
Como la mayoría de la Nobleza , la reina viuda
lamentaba que Enrique, de quien el pueblo esperaba la liberación de la amenaza
mahometana, fuera un cristiano tibio.
Forzado por el clamor popular, condujo en
1457 su ejército de 30 mil hombres contra los moros de un modo tal que todos
pensaron que se había entendido con ellos en secreto. Se declaraba pacifista,
síntoma de corrupción moral, para los nobles, en el rey llamado a encabezar la
lucha. Pues su pacifismo no era sinónimo de verdadera paz, la que nace del
orden –como enseña San Agustín; era un pacifismo entreguista. “No pudo caer más bajo un sucesor de San
Fernando” (J.M. Pemán, “La Historia de España contada con sencillez”,
Escelicer SA, cap. XVI).
Judíos y conversos apretaban a la gente con
impuestos y usuras que arruinaban a agricultores, comerciantes y nobles.
Salteadores de caminos robaban, mataban y cometían violaciones. La
civilización parecía sucumbir bajo el monarca vicioso.
Dos amigos del rey eran don Juan Pacheco, marqués de
Villena , y su hermano, don Pedro Girón. Del origen más oscuro se habían
encumbrado al poder más alto. Descendían del judío Ruy Capón pero se declaraban
católicos. Los había introducido en la corte don Alvaro de Luna. Villena era
simpático, elegante y perfumado con ámbar. Se hizo retratar en piadosa oración,
con expresión angelical.
Su hermano, don Pedro Girón,
era meloso, sensual y de mala fama. Sin mérito alguno por la religión católica
había obtenido el cargo de gran maestre de la Orden de Calatrava.
Este hombre indigno se
permitía fijar sus miradas en la pequeña y bella princesa Isabel. Su madre lo
despreciaba, y hubiera preferido verla muerta antes que casada con este
libertino. Entre tanto, el rey había empezado a trazar planes sobre el futuro
de Isabel.
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