viernes, 31 de enero de 2014

Lepanto, el mayor triunfo de la Historia sobre los infieles - El Papa del contraataque salvador (Nota V - final)

 
                                        El gran salvador de la Cristiandad,  San Pío V. El cuadro, de Salamberri (Ayuntamiento de Pamplona) refleja su gran fortaleza y sacralidad
“La mayor victoria sobre los infieles de que los hombres tengan memoria” (San Pío V)
L
a escuadra turca había salido de Constantinopla con el objetivo de completar el despojo  de Chipre a la Serenísima República de Venecia; y de destruir las naves cristianas reunidas en Santa Liga a instancias de San Pío V, incansable Padre y defensor de la Cristiandad amenazada.
Antes de salir, el Gran Almirante turco Alí Pashá mostró el verdadero espíritu de ese brazo armado del mal y sus misterios de iniquidad crucificando y desollando vivos a prisioneros cristianos “como sacrificio a Mahoma para merecer la victoria” -escribe W. T. Walsh, en su notable relato de la jornada de Lepanto (p. 565).
Su seraskier Mustafá se le unió, luego de la toma de Famagusta, ejecutada con clamorosos extremos de crueldad y falsedad;  la piel del heroico Bragadino* se balanceaba en la antena de su navío… (* ver “El Papa del Contraataque salvador”, IV).
No se trataba del entrechoque de pueblos antagónicos de Oriente y Occidente, sino de una pelea decisiva entre el predominio del Catolicismo o del Islam.
Su Majestad Católica, Felipe II, rezando el rosario, la gran arma que obtuvo la mayor victoria sobre los infieles. Eran dos mundos que se enfrentaban, el católico y el musulmán, que fue vencido por la Cruz
“Mahometanos y cristianos eran irreconciliables: los primeros aspiraban a la hegemonía en el Mediterráneo, y los segundos defendían la civilización cristiana, que comprendía casi todos los pueblos lindantes con el mismo”. “… el Papa Pío V invitó a los reyes y príncipes cristianos para aunar fuerzas teniendo como objetivo primordial defender la civilización verdadera” (J. B. y C., Canónigo de la Catedral de Barcelona).
El Pontífice era “firme partidario de frenar un hipotético imperio religioso musulmán en el Mediterráneo” (Cumplido Muñoz).
“Formóse la Santa Alianza, constituida por el Papado, España, Dux de Venecia, Estados de Génova, Florencia, Saboya y la Orden de Caballeros de Malta…”, agrega el Canónigo barcelonés.
La definición de la contienda afectaría a fondo el mundo de la Edad Moderna. No obstante,  el Renacimiento trataría de relativizar su carácter de cruzada con manifestaciones artísticas y literarias inspiradas en la mitología pagana (Pastor).
                            Galera veneciana del General Veniero
Faltando poco para la pelea, subsistían dudas -en ambos bandos- sobre la conveniencia de arriesgar el todo por el todo en una gran batalla. Surgían contrapropuestas minimalistas que no gozaban de la simpatía de don Juan de Austria, ni del Gran Almirante de los turcos. El ideal de cruzada enarbolado por el Papa excluía las medias tintas, y fue determinante.
Mesina,  punto de reunión de las tres flotas, vivió horas históricas cuando Mons. Odescalchi, enviado del Vicario de Cristo,  bendijo la escuadra que partía a la gesta por la Fe, repartiendo entre las naves capitanas astillas de la Santa Cruz traídas en un relicario.
Don Juan de Austria, el Generalísimo escogido por San Pío V, iluminado por estas palabras : “hubo un hombre enviado por Dios cuyo nombre es Juan” (Evang. de S. Juan, I). A los 24 años, peleó la mayor batalla “que vieran los siglos” (Cervantes)
El Sumo Pontífice, desde Roma, prometía a don Juan que, si daba la batalla, Dios le daría la victoria. Y concedió indulgencias especiales a los defensores de la Cristiandad.
Su influencia contrarreformadora marcaba el ambiente: se prohibió la presencia de mujeres a bordo y se castigaron las blasfemias con la pena máxima (tradición que mantuvieron algunos generales de la Emancipación americana).
Era una gesta católica, muy diferente de las guerras actuales. El Generalísimo ayunó tres días, con sus hombres y oficiales. Ni uno solo de los 81.000 marineros y soldados dejó de confesarse y recibir la Santa Comunión (Walsh).
Imponente veíase  la figura legado Odescalchi, de rojo, de pies a cabeza, conforme la tradición de la Iglesia,  símbolo –hoy muchos lo olvidan- de la disposición de dar la vida por Jesucristo.
Impartía solemnemente la bendición a cada barco según tomaban rumbo los cruzados, de rodillas en los puentes, con coloridos uniformes y relucientes armaduras.
En la alta proa de la Real se encontraba, con gallardía de Habsburgo y coraje de cruzado, el príncipe don Juan, hijo del Emperador Carlos, a quien el Pontífice deseaba incorporar al número de soberanos católicos si se conquistara para la Cristiandad algún reino, en la zonas invadidas por el Islam.  Con su armadura repujada en oro, se erguía bajo la bandera de Aquella que había aplastado la cabeza de la serpiente (significado de “Guadalupe”, en lengua nahua).  Al estandarte de Nuestra Señora de Guadalupe se añadiría el de la Liga en la hora del combate (ver ilustración).
La Real, la galera en la que Don Juan de Austria realizó prodigios de bravura y actos de nobleza, como el amparo dado a los hijos del mortal enemigo de la Cristiandad, Alí Pashá, el magnífico
Especial admiración causaron las seis galeazas de Venecia, dotadas de 44 bocas de fuego, fortalezas que “parecían palacios” en las aguas azules del Tirreno (Pastor).
Al llegar a Corfú, vieron con horror la huella de los turcos: ruinas carbonizadas de iglesias y casas, crucifijos profanados, cuerpos destrozados de sacerdotes, mujeres y niños, devorados por perros y buitres.  
El 5 de octubre se enteraron de las atrocidades cometidas contra Bragadino y los defensores de Famagusta (ver nota IV de esta serie). El furor encendió aún más sus deseos de destruir la amenaza turca. Enterados de que éstos querían volverse a Constantinopla antes de las tormentas de otoño, se apuraron en su persecución y les cerraron la salida en el Golfo de Lepanto.
Amaneció el 7. El vigía del Almirante  Doria divisó a lo lejos un escuadrón enemigo. Don Juan gritó exultante: “Aquí venceremos o moriremos”.
La Armada avanzaba según el plan que trazaran don García de Toledo y el Duque de Alba, Grandes de España.  Era la suma de esfuerzos de figuras exponenciales de la Cristiandad. Así lo dispuso el Generalísimo don Juan, con el apoyo de J. Andrea Doria, Requesens y Santa Cruz, los tres consejeros que le recomendara  tener en cuenta Felipe II. 
La Armada católica avanzaba de acuerdo al orden dispuesto por don Juan, siguiendo un plan trazado por don García de Toledo y el Duque de Alba, Grandes de España
 Navegaba agrupada en cuatro alas,  formando un arco de legua y media para enfrentar al enemigo. A la izquierda, del lado de la costa, iba el veneciano Barbarigo, con 64 galeras, tratando de evitar que los otomanos lo envolvieran. Don Juan mandaba el centro, “la batalla”, con 63 galeras, teniendo a ambos lados a los almirantes Colonna y Veniero,  en sus naves, y a Requesens por detrás. El escuadrón de Doria, de 60 galeras, formaba el ala derecha, en alta mar. En la retaguardia venía la escuadra de auxilio, a las órdenes del Marqués de Santa Cruz, que realizaría hazañas portentosas.
La gran fortaleza flotante de la Liga se desplegaba magnificamente.
Los turcos, de acuerdo a las cifras de Walsh, tenían alguna superioridad bélica en galeras: 286 contra 208 de los cristianos. Enardecidos a la vista de quienes osaban disputarles el Mediterráneo para la Cruz, preparaban los puentes para entrar en acción.
Mohamed Scirocco se oponía a Barbarigo, con 55 galeras; el Gran Almirante Alí y Pertew Pashá, con 96, hacían frente a don Juan; el corsario Uluch Alí, que operaba en Argelia -el fraile apóstata calabrés Occhiali- , con 73 naves, enfrentaba a Doria.
En retaguardia venía el escuadrón de reserva.
El viento del Este hinchaba las velas de los infieles dándoles empuje contra los cristianos, que tenían que remar.
La preponderancia turca en naves pesadas llevó a algunos generales a pedir un consejo de guerra. Contestó don Juan: “Señores, no es hora de debates sino de combates” (Cumplido Muñoz).
Para despejar el campo para la artillería hizo cortar de las proas de las naves los espolones, aguijones de varios metros que se clavaban en los barcos enemigos produciendo tremendas roturas. ¿Daría resultado eliminar los devastadores arietes?
La batalla de Lepanto, por Mario Kartaro, una epopeya de Fe y coraje
Todos estaban expectantes. El almirante, con su armadura dorada, recorría la flota en un bajel ligero, arengando a las tropas, prometiéndoles la victoria de la Cruz y el Cielo a los que cayeran en combate, y exhortando a manejar con brío y cólera las espadas”.
Por disposición suya, en el mástil delantero, “se colocó un santo Cristo que, por orden del Rey don Felipe II, se transportó desde Madrid, pues lo consideraba milagroso por un hecho extraordinario ocurrido en una iglesia que se incendió”. Se trataba del Santo Cristo de Lepanto, que prodigiosamente se hizo a un lado para esquivar una bala, quedando para siempre en esa posición.  Venerado luego con cultos especiales, recibió honras de Capitán General del Ejército Español (J. B. y C., Canónigo de la Catedral de Barcelona).  
 “Dada la señal de embestir por el Generalísimo –dice el mismo autor-, éste levantó el estandarte que había recibido del Sumo Pontífice, con la imagen de Jesucristo que tenía en el estanterol de su Capitana Real. A su vista, los oficiales dirigen breve y enérgica exhortación a los soldados, e hincados todos de rodillas delante del Crucifijo, oran, hasta que, aproximadas las flotas, se da una segunda señal y empieza el combate”.
El estandarte de la Santa Liga enviado por el Papa al Almirante don Juan de Austria con la promesa de que, si presentaba batalla por la Fe, obtendría la victoria
El grito de los guerreros se generalizó cuando el estandarte del Papa con la imagen de Cristo Crucificado se alzó en la Real iluminado por el sol, junto a la bandera azul de la Virgen de Guadalupe.
 Alí Pashá abrió la batalla desafiando a don Juan con un cañonazo, que  éste  contestó con otro. Las seis galeazas abrieron el fuego de 264 cañones rompiendo la línea enemiga.
“Al principio todo les era favorable a los turcos: viento, mayor número de soldados y la línea de naves más extendida; pero, de repente, muda de dirección el viento y, debido a su impetuosidad y fuerza, lleva el fuego y humo de la artillería contra los infieles, cegándoles totalmente la vista” (J. B. y C., Canónigo).
El inesperado cambio del viento fue tomado como un favor de la Ssma. Virgen, a quien estaba encomendada la Armada. Las galeras cristianas se vieron de pronto impulsadas hacia el enemigo.
Cuadro de Valdés Leal (Sevilla) representando la ayuda sobrenatural de la Virgen, que todos percibieron. San Pío V instituyó la festividad de Nuestra Señora de la Victoria y agregó a las letanías lauretanas la tan preciosa de “Auxilio de los Cristianos”
Cinco naves rodearon la galera de Barbarigo lanzando una nube de flechas envenenadas. Los barcos se abordaron y comenzó la lucha cuerpo a cuerpo. El general se descubrió para dar una orden en el fragor de la pelea. Una flecha enemiga fue a clavársele en un ojo. Murió como un valiente, valiéndole sin duda las palabras de católica esperanza de don Juan de Austria…
Doria combatía a mar abierto en el lugar más peligroso, “donde sólo contaban la estrategia y la ciencia marinera”.  Rival digno de él, peleaba con el  apóstata Uluch Alí, cuyas pesadas galeras hacían estragos en la escuadra del genovés que, aunque abrumado, luchaba magníficamente. En una hora había perdido casi todos los soldados de diez de sus naves, cuyos sobrevivientes peleaban denodadamente a la espera de socorro.
Las galeras del centro cristiano habían trabado una contienda mortal con las de su adversario. Al ver Alí Pasha las santas banderas flotando en la Real, se lanzó hacia ella. Ambos cascos chocaron por la proa. La  del turco, más alta y pesada, era tripulada por 500 jenízaros escogidos. El corte de espolones mostró su eficacia permitiendo a don Juan sembrar la muerte en las filas de esa tropa de élite.
Tres horas “aciagas y horribles” se peleó cuerpo a cuerpo. Siete galeras turcas apoyaban La Sultana; los jenízaros caídos sobre el puente eran reemplazados por los de las embarcaciones de reserva. La horda mahometana, con terribles alaridos, entró dos veces en la Real pero fue rechazada.
El Gran Almirante Alí Pashá en su terrible ofensiva contra La Real, de don Juan
Don Juan tenía muchas pérdidas y sólo dos naves de reserva. Luchando valerosamente, fue herido en un pie. En esta crítica situación, Santa Cruz vino en su ayuda después de salvar a los venecianos, mandándole 200 hombres de refresco.
Enardecidos, los españoles se lanzaron tan furiosamente sobre Alí y sus jenízaros, que los rechazaron hasta su propia nave. Tres veces la cargaron y fueron rechazados por los otomanos, empapados de sangre en medio de los cadáveres.
Ambas escuadras estaban unidas en un abrazo de muerte. Las aguas, teñidas de rojo. El estruendo de los mosquetes, los gritos, el choque de los aceros, el tronar de la artillería, la caída de los mástiles quebrados resonaron toda la tarde. Veniero, con sus 70 años, peleaba espada en mano a la cabeza de sus hombres. El joven Príncipe de Parma entró solo en una galera turca y pudo vivir para contarlo.
Alí Pashá era plenamente consciente de que se trataba de una lucha mortal contra el Catolicismo. El grabado muestra su cabeza, clavada en una pica por un galeote cristiano, lo que hizo que todos se enteraran de la derrota mahometana y cundiera el pánico entre los guerreros de la media luna
El momento era crítico y el final incierto cuando Alí Pasha, el Magnífico, defendiendo su nave del último empuje cristiano cayó derribado por la bala de un arcabuz español. Su cuerpo fue arrastrado hasta los pies de don Juan.
“Alí Pachá recibió un disparo en la frente y un galeote de los liberados para combatir le cortó la cabeza y se la presentó a Don Juan ensartada en una pica. La noticia de la conquista de La Sultana y la muerte de Alí Pachá pasó de una nave a otra y los turcos comenzaron a dar por perdida la batalla” (Cumplido Muñoz).
“Gritos frenéticos de victoria salieron de los cristianos de la Real, a la vez que arrojaban al mar a los descorazonados turcos e izaban el estandarte de Cristo Crucificado en el palo mayor de la Sultana.
“No había ni un solo agujero en la santa bandera, aunque todo a su alrededor estaba acribillado y el tronco del mástil que lo sustentaba erizado de flechas…  (Walsh).
En cierto momento,  “Don Álvaro de Bazán y su capitana La Loba destruyó a cañonazos una galera turca y embistió a otra en la que él mismo dirigió el abordaje recibiendo dos balazos que no traspasaron su armadura” (Cumplido Muñoz).
El ala derecha del Príncipe de Melfi seguía combatiendo furiosamente con los argelinos. Doria estaba cubierto de sangre, pero ileso. El renegado Uluch Alí inició una veloz retirada enfrentándose con una galera de los Caballeros de Malta, a quienes odiaba especialmente. Mató (o dio por muertos) a todos los caballeros y tripulación, llevándose el barco, pero Santa Cruz lo obligó con sus ataques a abandonar la presa, huyendo con 40 de sus mejores naves aunque perdiendo muchos hombres. Doria lo persiguió hasta que la noche y la tormenta lo forzaron a desistir, con pesar de sus guerreros.
En el fragor de la lucha no se desmentía la nobleza de sangre y espíritu de tantos hombres que tenían en su Generalísimo un auténtico modelo. En una galera “…encontraron a los hijos de Alí Pachá, Mohamed Bey de diecisiete años y Sain Bey de trece. Llevados ante Don Juan, se echaron llorando a sus pies y aquél les consoló por la muerte de su padre, mandó que fueran alojados y que les llevaran ropa y comida…” (Cumplido Muñoz).
Los cristianos se dirigieron a un puerto cercano para evaluar sus pérdidas, más bien pequeñas, y su botín, que era riquísimo. Habían perdido 8.000 hombres –más de la mitad venecianos. Los turcos habían perdido más de 220 navíos, 130 capturados y 90 hundidos, y más de 25.000 bajas, a los que cabe sumar 10.000 cristianos cautivos liberados.
Don Juan despachó naves a España y a Roma, para informar al Rey Católico y al Papa.
Felipe II recibió la noticia del triunfo con serena majestad en la Capilla del Escorial, mandó continuar el rezo del Oficio y luego dio la noticia que fue gran alegría de todos. Mandó celebrar una misa por el alma de los fieles caídos en Lepanto
A su hermano, le decía: «Vuestra Majestad debe mandar se den por todas partes infinitas gracias a nuestro Señor por la victoria tan grande y señalada que ha sido servido conceder en su armada” (Cumplido Muñoz).
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Comunicación de don Juan a S.M.C. Felipe II, recomendándole dar gracias a Dios por el providencial triunfo
“Pero Pío V -dice Walsh- tenía medios más rápidos de comunicación que las galeras”. En la tarde del domingo oía a su tesorero Cesis la relación de sus dificultades financieras. “De repente se separó de su interlocutor, abrió una ventana y quedó suspenso, contemplando el cielo. Volvióse después a su tesorero y, con aspecto radiante, le dijo: ‘Id con Dios. No es ésta hora de negocios sino de dar gracias a Jesucristo, pues nuestra escuadra acaba de vencer’.
San Pío V tuvo una visión sobrenatural del triunfo de Lepanto: sus oraciones y sacrificios habían sido escuchados, por intercesión de Nuestra Señora del Rosario de la Victoria
“Y apresuradamente se dirigió a su capilla, a postrarse en acción de gracias. Cuando salió, todo el mundo pudo notar su paso juvenil y su aire alegre” (Cabrera, citado por W. Th. Walsh).
El hecho fue muy comentado. El Cardenal Hergenröther consigna que “el triunfo fue visto con anticipación por San Pío V” (t. III, pp. 263-4).
Las primeras noticias por medios humanos llegaron de Venecia a Roma dos semanas después, confirmando estas visiones sobrenaturales, señales inequívocas de los designios de Dios.
El Papa convocó a una procesión a San Pedro, cantando el Te Deum.
“El Santo Padre conmemoró la victoria designando el 7 de octubre como fiesta del Santo Rosario, y añadiendo ‘Auxilio de los Cristianos’ a los títulos de Nuestra Señora, en la letanía de Loreto” (Walsh).
Más precisamente, San Pío V añadió la letanía y mandó celebrar en todas partes la festividad con el nombre de “Nuestra Señora de la Victoria”. Dado el fervor con que, a su ejemplo, se rezó el Rosario en la ocasión en toda la Cristiandad, y a haber ocurrido el triunfo en Domingo consagrado a esta oración –la más importante después de la Santa Misa, de acuerdo a San Luis María G. de Montfort-, su sucesor Gregorio XIII lo estableció como fiesta de Nuestra Señora del Rosario –también llamada “de Ntra. Sra. del Rosario de la Victoria”.
El Generalísimo don Juan de Austria, el noble romano Colonna, Almirante del Papa, y el general Veniero, de Venecia
Felipe II recibió la noticia con la majestuosa serenidad que lo caracterizaba en el Palacio-Fortaleza y Monasterio de El Escorial. Le llegó mientras asistía al rezo de Vísperas cantadas por los Jerónimos.  Participó del Oficio hasta el final y luego hizo el anuncio. La alegría fue inmensa. Los monjes hicieron procesión y el Rey recibió la felicitación de los nobles y embajadores, disponiendo que se celebrara una misa por las almas de los fieles caídos en Lepanto.
Al día siguiente fue a Madrid a la procesión de Todos los Santos, junto a la corte, embajadores, prelados y sacerdotes, vestidos con abundancia de seda y oro de acuerdo a ocasión y condición.
Ejemplo de coraje católico, Veniero, con 70 años, combatía espada en mano al frente de sus guerreros venecianos
En Santa María, el Cardenal Alexandrino, llegado con San Francisco de Borja, rezó con magnificencia la solemne misa cantada. Sus palabras y los versículos del salmo XX tocaron a fondo a todos, y no menos a S.M.C.:
“En tu fuerza, oh Señor, se alegrará el Rey…
Le has concedido la salvación y una gloria grande;
de gloria has cubierto su cabeza y le has dado admirable hermosura…
Que tu mano caiga sobre tus enemigos; que tu mano derecha caiga sobre cuantos te odian.
“Tú los abrasarás como horno ardiente y les mostrarás tu rostro encolerizado;
la ira del Señor les turbará y el fuego les devorará.
Exterminarás sus hijos sobre la tierra,  la simiente de su raza entre los hombres.
Pues han querido que todos los males cayeran sobre ti y han tramado venganzas que no han podido ejecutar.”
                                           *     *     *
Sobre Lepanto, dice el Canónigo de Barcelona:
“La victoria alcanzada por los cristianos fue rotunda, aplastante”.
Si grande fue “la presa y la ventaja material de la jornada”, mayor fue “la moral, el haber dado un terrible golpe al poder marítimo y prestigio de los turcos, que desde esa fecha empezaron a decaer de su preponderancia en el Mediterráneo”.
Los vencidos “demostraron que aquella osadía y aquella intrepidez de que hicieron alarde durante tanto tiempo se había sepultado para siempre en las profundidades del golfo” (Angel de Altolaguirre y Duvale).
La mano de Dios, presente en tantos episodios, se hizo notar en la elección de don Juan de Austria, de sólo 24 años:
Fuit homo missus a Deo cui nomen est Joannes; “Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre es Juan” (Evangelio de San Juan, cap. I). Son las palabras que, al designarlo Generalísimo de la Santa Liga, y ahora, en la exaltación de su alegría, salieron de los labios de Pío V; “aquel joven que había logrado lo que ninguno consiguiera, que había superado en arrojo a los más atrevidos marinos de su época, parecía como por Dios enviado para salvar a la Cristiandad del terrible azote que le amenazaba”. La voz de la gracia y la convocatoria del Pontífice santo lo hicieron considerarse con razón “el llamado a salvar la Cristiandad” (Altolaguirre y Duvale).
La gesta de Lepanto enseña que, “cuando los hombres resuelven cooperar con la gracia de Dios, se producen las maravillas de la historia”, como dice Plinio Corrêa de Oliveira en “Revolución y Contra-Revolución” (parte II, cap. IX in fine).
El primer lugar en la gesta de Lepanto, entre esos hombres, lo ocupó San Pío V, un Pontífice lleno de celo por la Casa de Dios y penetrado de entusiasmo de cruzado. Decía que si los católicos no lucharan con la firmeza debida, él mismo saldría a pelear para ejemplo de los jóvenes.
Su satisfacción era enorme por haberse logrado “la mayor victoria sobre los infieles de que los hombres tuviesen memoria”, como escribía a los reyes de la Cristiandad (Pastor). Animaba a los Cardenales, a don Juan de Austria, y a las potencias de la Liga a continuar la cruzada, estimando en 10 años el tiempo necesario para destruir por completo el poderío turco y aún recuperar el Santo Sepulcro
Su muerte, al año siguiente, no permitió el pleno cumplimiento de sus proyectos pero dejó plantado bien alto el estandarte pontificio de la cruzada por la civilización cristiana, proclamado por primera vez por el Beato Papa Urbano II al grito de “¡Dios lo quiere!”.
Podemos imaginar su colosal figura amparando la nave de San Pedro y todos los restos vivos de Cristiandad, rumbo a su plena restauración, ante peligros como los que él enfrentó con tanta sabiduría, fortaleza, dedicación, diplomacia, astucia evangélica, mortificación, rezo del Rosario, coraje e inconmovible confianza.
Para los hombres de todos los tiempos, especialmente válida en días conturbados como los que pasan la Santa Iglesia y esos restos vivos de Cristiandad en estos tiempos, aparece la lección que el Senado de Venecia dejó grabada en sus paredes a propósito de Lepanto:
“No fueron las armas, no fueron las fuerzas militares, no fueron los generales, sino la Virgen María quien nos hizo victoriosos”.
A mayores peligros, más espectacular será su victoria. Ella la anunció en Fátima:
“por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”.
“¿Quién es esta, bella como la luna, elevada como el sol, terrible como un ejército formado en orden de batalla?”





Fuentes consultadas:

Plinio Corrêa de Oliveira, “Revolución y Contra-Revolución”,
ed. online, Una obra clave: Revolución y Contra-Revolución-  http://rcr-una-obra-clave.blogspot.com/

Del mismo autor: “Nobleza y élites tradicionales análogas – en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana”, Ed. Fernando III, el Santo – Madrid, 1993

Ludwig von Pastor „Geschichte der Päpste – Im  Zeitalter der katholischen Reformation und Restauration – Pius V (1566-1572)”, Freiburg im Breisgau 1920, Herder & Co.,
p. 539 y ss.)

William Thomas Walsh, “Felipe II”, Espasa-Calpe, Madrid, 1943
“Novena al Santo Cristo de Lepanto – Historia de la Batalla de Lepanto” – Canónigo J. B. y C. – Santa Iglesia Catedral, Barcelona, 16ª edición
Joseph Cardinal Hergenröther, „Handbuch der allgemeinen Kirchengeschichte“, 3ª ed., Herder, Freiburg in Breisgau, 1886, t. III, pp. 263-4
Angel de Altolaguirre y Duvale – “Don Alvaro de Bazán”, Ed. Nacional, 1971
José Ramón Cumplido Muñoz,  La Batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571):La gran victoria naval en el Mediterráneo” – www.revistanaval.com/armada/batallas/lepanto.htm
Modesto Lafuente – “Historia General de España”, t. XIII – Google Books
Fr. Justo Pérez de Urbel, “Año Cristiano”, Ed. Poblet, Buenos Aires







sábado, 25 de enero de 2014

Fogón, mayólicas y sabrosas migas - Caballos indómitos - La convivencia familiar, manantial de tradición


 
fogon, mayolicas y sabrosas migas - 
caballos indomitos -
la convivencia familiar, manantial de tradicion
Intercambiando ideas e impresiones con los lectores jóvenes y los mayores
Una cocina con personalidad…
¿Qué elementos marcan su ambiente? ¿Qué podemos preparar en el fogón?
 
¿De dónde será esta típica cocina?
¿Qué comidas, sabores, colores, olores imaginas en ella?
¿Qué elementos decorativos le dan personalidad?
¿Alguna metáfora?
Comparémosla con esta otra, que se encuentra en Toledo, en la famosa casa de un gran maestro de la pintura, de los tiempos deFelipe II (quien, al parecer, no era muy entusiasta de su estilo de pintar…)                                     
Lo ideal para alimentar la conversación sería un Cocido de jabalí a la moda del Peñón de Vélez, sobre todo en una fría noche de caza. Pero como no tenemos a mano la receta, aquí va otra adecuada, de la típica cocina de las Españas: MIGAS A LA ARAGONESA.
Hacen falta unos 80 gr de manteca de cerdo, 1 cucharada de pimentón, 40 de tocino, 50 de jamón magro, 1 bollo o pan casero de 3 días, 4 cucharadas de puré de tomate (si no hay tomates), ½ decilitro de aceite, 4 dientes de ajo, ½ decilitro de leche y una chispa de sal.
Se corta el pan en rebanadas finas, se ponen en una paellera (o sartén de dos asas) rociando con leche; se salan ligeramente las tajadas y se dejan poco más de media hora tapadas con un lienzo. Se cortan bien finos el jamón y el tocino y se trinchan sobre la tabla. Se fríen los tomates -o el puré- en una sartén con 3 cucharadas de aceite y se sazonan. Con el resto de aceite se fríen intensamente los ajos en otra sartén.
Se pone la paellera sobre el fuego, se echa el aceite y los ajos fritos, los trinchados de jamón, el tocino y la manteca de cerdo. Con el canto de la espumadera se desmenuza todo lo posible.
Se remueve bien con la espumadera para que las migas se condimenten y cuezan. Se agrega el tomate frito y el pimentón y se sigue removiendo.
“¡Ah! Un buen trago de aguardiente después de estas migas no sienta nada mal”.
Cándido, Mesonero Mayor de Castilla
Las incógnitas se resolverán , con la ayuda de los lectores, en la próxima edición de esta sección. Será un gusto  recibir respuestas y comentarios (ver más abajo).
Secretos del caballo
¿A quién no le atrae un paseo por el campo o los cerros en este animal indispensable para la Caballería de otrora y la ganadería, la equitación, la doma, el polo y el pato, actualmente, del que el libro del Patriarca Job dijo tantas maravillas?
En esta ilustración de un talentoso pintor francés, que se crió en el castillo de sus padres, se refleja lo gracioso –para quien mira, sobre todo- de las situaciones que se producen con un caballo brioso o que no quiere dejarse ensillar.
La encontramos casi desapercibida, reproducida en pequeño en un librito, con el título: Horse giving trouble to his lad (Caballo dándole trabajo a su cuidador). Sin embargo, la escena es mil veces más interesante que muchas otras del mismo artista.
El cuidador –the lad, ‘el muchacho’- hace contorsiones para intentar ponerle el freno, mientras el otro ‘lad’, que al parecer quiere dar un paseo, retrocede, medio curvado de miedo, mirando fijamente al magnífico caballo, previendo lo que puede pasarle, y tal vez arrepentido, ya, del programa.
Sin embargo, hay quien sostiene que toda persona que seriamente quiera aprender a dominar un caballo, o al menos a andar en él,  puede hacerlo, siguiendo con constancia una serie de reglas consagradas por los siglos y usando su sentido común.
Entre esas reglas se cuenta: gobernar el caballo con las piernas y las rodillas, con el movimiento del cuerpo, y no con las riendas. Estas completan la orden del jinete, no son un timón, y no deben llevarse tirantes ni tampoco sueltas, ya que mantienen el contacto con la boca del animal.
Asimismo, el jinete debe ir con soltura y tratando de acompañar los movimientos del caballo.
Felices quienes pueden practicar alguna de las mil maneras de equitación, formales o a campo, un deporte que entretiene como pocos, dignifica al jinete y a su cabalgadura.
En el seno de las familias, en la convivencia familiar, se constituyen las tradiciones propias a la aristocracia y a cada clase social
“El aristócrata, al perfeccionarse él y perfeccionar a su familia, crea una institución dentro de la sociedad, que es la familia aristocrática”, dice el Cardenal español Herrera Oria.
El texto deja bien claro –comenta el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira- que, para ser fuente y propulsora de ese impulso hacia lo alto, la propia contextura familiar le es a la aristocracia de gran utilidad, pues es en el seno de las familias de todas las clases sociales donde se constituyen las tradiciones propias a cada una, y es en la convivencia familiar donde los padres y mayores encuentran las condiciones psicológicas y las mil ocasiones propicias para comunicar a los más jóvenes sus convicciones y el fruto de sus experiencias”. (“Nobleza y élites tradicionales análogas”, Apéndice IV).
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donpelayodeasturias@gmail.com

sábado, 18 de enero de 2014

El Papa del contraataque salvador (IV) - Don Juan de Austria, un "jefe incomparable" designado por San Pío V


 
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as doce galeras que integraban la flotilla papal, aportadas por San Pío V pese a sus limitaciones financieras, fueron las primeras en estar listas para combatir por la Cristiandad, gracias al impulso del Pontífice y la respuesta de Cosme de Florencia y Marcantonio Colonna.
A fines de junio de 1571, las naves se dirigieron a Nápoles a aguardar los barcos españoles al mando de don Juan de Austria, cuya pronta llegada anhelaban para no perder oportunidades de ataque y evitar las seguras protestas de los venecianos.
Pero el arribo de don Juan se hacía esperar… El Papa le ordenó a su almirante, Colonna, avanzar hasta Mesina, donde debía reunirse toda la Armada de la Santa Liga. A fines de julio se le sumó la flota veneciana, al mando del veterano Sebastián Veniero. Era tiempo de atacar; los turcos sitiaban Famagusta, defendida con uñas y dientes por Bragadino -como adelantamos en la nota anterior- y amenazaban Creta, Citerea y otras ciudades del Egeo.
Los ataques turcos y la demora española inquietaron en extremo al Papa, cuyos temores eran más que fundados: el Imperio Turco era un estado religioso-militar cuya propia razón de ser era la guerra, basado en dos ideas-fuerza tomadas del Corán: su derecho universal de conquista y la “guerra santa” (Carlos Gispert).
El 26 de julio dirigió un Breve a don Juan exhortándolo a no demorarse, renovándolo el 4 de agosto por un correo urgente.
Este había partido de Madrid a Barcelona, llegando a mediados de junio. “Como sucedía con la Nobleza romana –dice Pastor- reinaba también entre los Grandes de España gran entusiasmo por la Cruzada. Muchos nobles españoles se habían embarcado ya a principios de ese mes”. No obstante don Juan debió quedarse más tiempo para completar los aprestos bélicos; luego de la difícil guerra contra los moros tenía especial empeño en reunir las fuerzas necesarias. A esto se sumó “la proverbial lentitud de los españoles”. El 16 de julio se hizo a la vela hacia Génova con cuarenta y seis galeras, deteniéndose en el palacio de Juan Andrea Doria.
Este paso era necesario para darle seguridades a Cosme de Médicis: “El Duque Cosme de Florencia era de una dedicación incondicional hacia este Papa lleno de celo, y apoyaba todas sus empresas. Por eso Pío V lo elevó a Gran Duque de Toscana”, dice Johann Sporschil, agregando que grandes señores como Octavio Farnese –que había mostrado poca predisposición a seguir las orientaciones de los Papas- se inclinó ante el prestigio del Santo Padre; los venecianos, tan celosos de su independencia, le obedecían más que a cualquier otro Sumo Pontífice, y así otros grandes de Italia.
Don Juan de Austria juzgó necesario mostrarle al Gran Duque de Toscana la falsedad de los rumores difundidos por agentes franceses, que decían que las tropas españolas se dirigían en su contra (¡!).   Notable prueba del empeño de las fuerzas enemigas de la Santa Liga, movidas en secreto por la Revolución anticristiana, en plena eclosión en esa primera etapa renacentista-protestante (cf. “Revolución y Contra-Revolución”, de Plinio Corrêa de Oliveira, edición online).
El gran drama de la destrucción de la Cristiandad occidental desde adentro ya había comenzado. Pero el Vicario de Cristo peleaba con todas sus fuerzas esta “batalla antes de la batalla”, con invencible constancia.
Desde Génova, don Juan de Austria enviaba a don Juan Moncada a Venecia para anunciar su pronta llegada a Mesina; y a Hernando Carrillo a Roma a agradecerle al Papa su nombramiento y darle explicaciones por la tardanza.
Al despedirse de Carrillo, San Pío V le encargó transmitirle de su parte a don Juan de Austria “que tuviera en cuenta que partía a la guerra por la Fe católica, y que por esa razón Dios le concedería el triunfo.” Con el ilustre portador, le envió “el santo estandarte de la Liga” (Pastor).
¡Qué promesa y qué símbolo! De damasco de seda azul,  representaba al Salvador crucificado teniendo a sus pies las armas de Pío V, a la derecha las del Rey de España, y a la izquierda las de Venecia. Los blasones estaban unidos por cadenas de oro, y de ellas pendía el escudo de don Juan.
El Cardenal Granvela, Virrey de Nápoles por Felipe II, hizo entrega del bastón de mando y del estandarte a don Juan de Austria en el altar mayor de la Iglesia del Convento de Santa Clara, en presencia de numerosos nobles y de los Príncipes de Parma y de Urbino. El pueblo, conmovido, exclamaba “¡Amén! ¡Amén!”
Como odiosa contrapartida de estas glorias cristianas, arreciaban los intentos destructores de los musulmanes, poniendo a prueba en alto grado la paciencia del Papa que, verdadero Padre de los cristianos perseguidos, requería la partida de la flota.
La flota ganó un jefe incomparable con don Juan de Austria, el hijo del Emperador Carlos V, afirma el historiador alemán Walter Goetz. A los 24 años demostró la sabiduría de la elección hecha por San Pío V
Luego de una carta de su puño y letra enviada a don Juan con Paolo Odescalchi, aquél se dispuso a partir. El 24 de agosto, en la rada de Mesina, el esperado Habsburgo fue recibido por los Almirantes del Papa y de Venecia, Colonna y Veniero. “Mesina le prodigó al Kaisersohn (el hijo del Emperador), de sólo 24 años de edad, un recibimiento magnífico. Ejemplo de viril belleza, con sus ojos azules y ondulado pelo rubio, don Juan encantó a los impresionables sicilianos”, comenta Pastor.
A su lado se encontraba Luis de Requesens y  Zúñiga, enviado por el Rey Católico para atemperar los ardores de su medio hermano y evitar un ataque temerario. En el primer encuentro con los jefes se disculpó don Juan por la tardanza y con juvenil entusiasmo expresó su coraje guerrero y su confianza en el triunfo. “La flota que se había logrado reunir había ganado un jefe incomparable con don Juan de Austria, hijo natural de Carlos V” (W. Goetz).
Los intereses y la antigua desconfianza entre españoles y venecianos contribuyeron a poner de relieve la insuficiencia del armamento de éstos. Sobre todo se hacía sentir el temor a la supuesta invencibilidad del poderío naval turco, impresión que San Pío V tantas veces refutara con confianza sobrenatural y sólidos argumentos.
Pese a los 60 barcos venecianos y 12 galeras genovesas de Doria que engrosaron la flota, las vacilaciones continuaban frenando un avance decidido. En las maniobras conjuntas se vio que los barcos venecianos no contaban con suficiente tripulación. Había que suplir la falta con tripulantes españoles, a lo que el almirante veneciano se oponía; felizmente, la intervención del romano Colonna allanó el camino.
Luego de tres semanas de deliberaciones partieron, por fin, en dirección a  Corfu, reuniéndose en la costa de Albania. Para evitar roces dispusieron que el prominente Agostino Barbarigo actuara como representante del veneciano Sebastián Veniero.
Los vigías cristianos informaron que la flota turca se hallaba en el puerto de Lepanto. Los siguientes días transcurrieron en observación recíproca por parte de ambos bandos.
Llegó entonces la noticia de la sangrienta caída de Famagusta, capital de Chipre, defendida por el heroico Bragadino (ver nuestra nota anterior). Los turcos lo habían desollado vivo, rellenado su piel con paja y, poniéndole traje oficial veneciano, habían atado esos restos al lomo de una vaca paseándolos por toda la ciudad. Esta crueldad grotesca y satánica llenó a los guerreros de justa indignación y deseos de dar merecido castigo al enemigo.
Acercándose la hora de la batalla decisiva, los combatientes se prepararon recibiendo los santos sacramentos de los capuchinos y jesuitas que los asistían. El día de Lepanto, “la mayor ocasión que vieran los siglos” (Cervantes), estaba despuntando…

Fuentes consultadas:

Plinio Corrêa de Oliveira, “Revolución y Contra-Revolución”, ed. online, Una obra clave: Revolución y Contra-Revolución  http://rcr-una-obra-clave.blogspot.com/

Ludwig von Pastor „Geschichte der Päpste – Im  Zeitalter der katholischen Reformation und Restauration – Pius V (1566-1572)”, Freiburg im Breisgau 1920, Herder & Co., p. 539 y ss.)
Carlos Gispert et al. – “Historia Universal”, Ed. Océano, Barcelona, 2002
Walter Goetz et al. – „Das Zeitalter der religiösen Umwälzung – Reformation und Gegenreformation 1500-1600“ – „Propyläen Weltgeschichte”, Berlin, t. V
Johann Sporschil – „Populäre Geschichte der katholischen Kirche” – t. III  
William Thomas Walsh, “Felipe II”, Espasa-Calpe, Madrid, 1943
Fr. Justo Pérez de Urbel, “Año Cristiano”, Ed. Poblet, Buenos Aires

domingo, 5 de enero de 2014

Una noche de Reyes durante la Fronda - Ana de Austria enfrenta las exigencias del Parlamento







Ana de Austria: "Si cedo a las exigencias del Parlamento, mi hijo sería poco más que un rey de cartas"

Luis XIV, algunos años después

         Las costumbres tradicionales en el Ancien Régime, la torta de reyes, la presencia de ánimo de las personas de sangre real ante el peligro y las incomodidades surgen de esta sustanciosa historia
Luis XIII, Rey de Francia, valiente y de buenas costumbres, murió relativamente joven, en 1643, poco después que su todopoderoso Primer Ministro, el Cardenal Richelieu.  Le correspondió ejercer la regencia a su mujer, la vigorosa Reina Ana de Austria, hija del Rey de España, durante la minoridad de su hijo y heredero del trono, Luis XIV. El que, de acuerdo a Funck-Brentano,  “proyectaría sobre el trono de Francia un brillo sin igual –un brillo legendario”, quien a la muerte de su padre, contaba con sólo 5 años.
La política centralista de la Corte y la susceptibilidad, no exenta de tintes revolucionarios, del Parlamento de París, que agitaba al pueblo, no tardaron en causar desavenencias entre la Reina y el Parlamento, que desembocaron en la “Fronda parlamentaria” y la guerra civil.
La Reina decía que, si cediera a las exigencias del Parlamento, “mi hijo sería poco más que un rey de cartas”.
La situación en París se había tornado riesgosa para Ana y el pequeño Luis, en aquella helada noche de Reyes del año 1649. Celebrando la “fiesta de los Reyes Magos”, en cada hogar de Francia se cortaba una torta conteniendo un haba, y a quien le tocaba el haba, era proclamado rey. La inocente costumbre contenía ese año una amarga ironía.
“Fui a ver a la Reina –cuenta Madame de Motteville en sus memorias- “y la encontré en su pequeño cuarto, atendiendo al juego del Rey, sin aires de pensar en otra cosa.
“Madame de La Trémoille, que estaba sentada junto a ella, me dijo muy despacio: ‘se rumorea que esta noche la Reina está dejando Paris’. Me encogí de hombros ante una idea que me parecía fantasiosa…
“La Reina se veía más animada que de costumbre. Los Príncipes y Mazarino vinieron a presentarle sus respetos pero no se quedaron, ya que iban a comer a lo del Mariscal de Gramont, que, en esa noche, recibía siempre con esplendor…
“Para entretener al Rey, la Reina cortó la torta, y el haba le tocó a ella misma… Las damas de compañía comimos como de costumbre en la habitación del guardarropas… y tan bien engañadas estábamos, que todas nos reímos con ganas, con la Reina, de los que habían difundido el rumor de que ella estaba dejando Paris esa noche…”
         El Mariscal de Villeroi dejó dormir al Rey, que tenía 10 años, hasta las tres de la mañana. A esa hora lo despertó, y también al pequeño Monsieur, su hermano, ubicándolos en el carruaje que los esperaba en la puerta del jardín. La Reina fue con ellos por la escalera secreta que conducía al jardín, y cuando llegaron al patio Cours la Reine, la Reina paró a esperar al resto de la familia real. Las calles estaban a oscuras y ella llevaba sólo una pequeña linterna.
Saint-Germain-en-Laye, donde Ana de Austria y su hijo Luis XIV pasaron una helada e inhóspita Noche de Reyes

Acompañados por Gastón de Orleáns y Condé, se dirigieron a la residencia de campo de Saint-Germain. Aún estaba oscuro cuando las carrozas entraron al patio del palacio, en el que no había ni una cama, ni una silla, ni una alfombra. Enviar muebles hubiera despertado sospechas. “Hasta el Rey y la Reina carecían de todo lo necesario para sus sagradas personas”, escribe Jean Vallier, el maître d’hotel.
Entre los acompañantes del Rey se encontraba su joven prima Ana María Luisa de Orleáns. Mademoiselle era la princesa más rica de Francia, nieta de Enrique IV e hija de la sangre real.   
Acostumbrada a un servicio de 60 personas, mayor que el que habían tenido sus tías, la Reina de España, la Reina de Inglaterra y la Duquesa de Saboya antes de casarse, no tenía a nadie. Esa noche debió pasarla tiritando de frío sobre un jergón de paja, con una de sus hermanas, niña que –en el palacio vacío- todo el tiempo veía fantasmas.
 Comía con su tío, Monsieur,  cuya mesa “era muy pobre”. “Pero eso no me privó de estar animosa” –cuenta ella misma.  Monsieur me admiraba por no quejarme. Las incomodidades nunca me dejan disgustada, y estoy muy por encima de las pequeñas dificultades”.
Otro tanto ocurría con la Reina: “Nunca he visto a nadie tan alegre como ella”. Hasta se podía pensar que había ganado la contienda.
Ana de Austria se sentía aliviada de poder adoptar una línea brava, luego de tantos meses de concesiones. Así, también, sin duda, se sentía Luis.

Fuentes: Louis XIV, Vincent Cronin, The Reprint Society, London
Histoire de France – II Monarchie Française, F. Funck-Brentano, Flammarion
Larousse gastronomique
Atractiva rosca de Reyes