jueves, 2 de enero de 2020

CAP. XVII - LA GESTA DE ISABEL LA CATOLICA - LOS CRUZADOS DE LA REINA

CAPITULO XVII


LOS CRUZADOS DE LA REINA

M
ientras los Reyes planificaban en Medina del Campo las acciones bélicas contra el poderío del Islam en Granada, el joven Marqués de Cádiz precipitaba el conflicto con una brillante proeza.
Don Rodrigo Ponce de León descendía de larga estirpe de cruzados. Vivía en la frontera mora y se había preparado para la guerra santa “casi desde la cuna”. A los catorce años ya había combatido con los musulmanes derramando sangre del enemigo.
Héroe popular, arquetipo del guerrero noble católico, era casto, sobrio, amante de la justicia y “enemigo de todos los aduladores, embusteros, traidores y poltrones”, como refieren las crónicas. Todos los días oía misa, permaneciendo arrodillado con devoción. Las moras que caían en sus manos eran tratadas con cristiana caballerosidad.


Ansioso de un desquite por la caída de Zahara y enterado por sus espías de que Alhama, una exuberante ciudad fortificada, estaba desguarnecida, decidió tomarla por sorpresa sin preocuparse de que estaba ubicada en plena zona mora.
Con la anuencia de los Reyes reunió a 2.400 hombres de caballería ligera y 3.000 infantes. Treinta voluntarios escalaron las altísimas murallas de Alhama, cayeron sobre los guardias y le abrieron las puertas al Marqués y un puñado de hombres.
Luego de muchas horas de lucha, los cruzados lograron apoderarse de la ciudad. Mataron a 800 moros y apresaron a 3.000,  liberando a numerosos cristianos que estaban encadenados en las mazmorras de los infieles.
Obtuvieron un rico botín de oro y plata, sedas, paños, caballos árabes y otros tesoros, y se quedaron cinco días celebrando... Demasiado tiempo para una guerra tan enconada: una mañana se encontraron rodeados por 53.000 soldados del Rey granadino, Muley Abul Hasán, que venía a recobrar su fortaleza.
No logrando su propósito, desvió el río para matar de sed a los cruzados. Estos acometieron a los moros en el canal, que pronto quedó obstruido por los cadáveres. Sólo un hilito de agua se filtraba, a pesar de los intentos de los sarracenos. Para tomar un vaso de agua, el Marqués y sus hombres tenían que arriesgar la vida bajo la flechería de las ballestas moras: “cada gota de agua se pagaba con una gota de preciosa sangre”. La perspectiva que asomaba era  que la proeza terminara en desgracia y muerte.
Enterados los Reyes de la situación, decidieron que don Fernando se pusiera al frente de un ejército que estaba reclutando en Andalucía. Para ello, galopó día y noche.
Entre tanto una gran señora, la mujer de don Rodrigo, apeló al gran enemigo personal de su marido, el Duque de Medinasidonia; la misión de los nobles pedía que los resentimientos personales cedieran en aras de los  intereses superiores de la civilización cristiana. El Duque dejó de lado el viejo rencor, y con increíble rapidez reunió cinco mil caballeros para ir en socorro de su rival: un héroe cristiano necesitado de ayuda.
Los moros no luchaban en campo abierto como los guerreros cristianos. Sabedor el Rey Abul Hasán del avance del Duque y fracasado un ataque decisivo que lanzó contra el Marqués de Cádiz sitiado en Alhama, se retiró de allí en la espesura de la noche.
Al día siguiente, el Marqués y los cruzados con alegría oyeron clarinadas y vieron estandartes que relumbraban al vuelo.
Era el Duque de Medinasidonia, que luego entró en la ciudad sitiada al son de las trompetas. Don Rodrigo, con lágrimas en los ojos, avanzó para abrazar al hombre a quien una vez había jurado matar. Desde ese momento, el Marqués y el Duque fueron amigos y hermanos de armas, y durante los diez años de la guerra se contaron entre los más eficaces generales del ejército cruzado. Así ocurría con otros grandes señores que se habían enemistado en tiempos del Rey Enrique; “la reina Isabel no tenía por qué deplorar su tacto y cordura en el trato con tales gallardos caballeros”.
Poco después, Su Majestad presidía un consejo de guerra. Los viejos guerreros de las fronteras opinaban que no valía la pena conservar Alhama dada su situación desfavorable. Pero “la reina declaró que nunca había soñado entregar la primera plaza que conquistara”.
Se manifiesta el carisma de los reyes católicos: oír a sus vasallos pero discernir el camino en la incertidumbre general. Lo que logran cuando, por intermedio de la Madre de Dios, buscan la inspiración divina. Finalmente, “prevaleció el consejo de la reina” y se decidió atacar Loja, la ciudad mora más cercana.
Isabel pedía a todas las ciudades tropas, dinero y víveres, “convocando a los vasallos de la Corona y a la Nobleza principal del Norte, a estar prontos para seguir el estandarte real en Andalucía. Luego, avanzó en rápidas etapas hacia Córdoba, a pesar del avanzado estado de preñez en que se encontraba” (cf. “The Historians’ History of the World”, Ed. The Times, Londres, t. X, cap. VI, p. 142).
Hizo volver de Italia la flota para evitar que por vía marítima llegaran refuerzos musulmanes. La unión de Isabel y Fernando creaba horizontes inéditos. “Dado que se recibieron avisos de que los moros de Granada estaban haciendo esfuerzos para lograr la ayuda de sus hermanos africanos en apoyo del Imperio Mahometano en España, la reina hizo que una flota se pusiera bajo el mando de sus dos mejores almirantes con instrucciones de barrer el Mediterráneo hasta el estrecho de Gibraltar, y así cortó efectivamente todas las comunicaciones con la costa de Berbería” (cf. “The Historians’...”, p. 143).
Faltaba poco para que diera a luz a su hija, doña María. Suspendió la recorrida de los campamentos a caballo o en mula, aunque sin dejar de ocuparse de la guerra hasta el mismo día del nacimiento de la princesa.
El Rey Fernando iba en camino de transformarse, en esta guerra, en el monarca más grande y capaz de su tiempo. Pero su defecto militar era un exceso de ímpetu, afín a los tiempos que le tocó vivir. Sus avanzadas pusieron en riesgo la valiosa vida del Marqués de Cádiz, que no obstante haber aconsejado otras opciones se jugó fielmente, con su coraje legendario, luchando cuerpo a cuerpo. El caballo de Fernando “había sido muerto bajo su persona en el preciso momento en que había perdido su lanza en el cuerpo de un moro” (“The Historians’...”, p. 143). El ejército de Fernando sufrió grandes bajas. La acción terminó en derrota, pese a los hechos heroicos relatados. “Nunca la caballeria española derramó su sangre tan gratuitamente” (íd., ibid.).
Isabel y Fernando comprendieron que no podrían apoderarse de Granada si al vigor de sus valientes vasallos no añadían artillería pesada, que se podría conseguir en el corazón de Europa.
Detener la guerra habría significado enfriar las gracias del heroísmo cristiano y frenar la acción de la Inquisición. Decidieron proseguir la gesta.
Entre tanto, Isabel estudiaba latín para poder tratar directamente con los embajadores. La pausa de Navidad la encontró en activo descanso, cazando lobos y jabalíes en los bosques madrileños. Ya restablecida, se dirigió a Córdoba a ayudar a don Fernando en el segundo año de la cruzada.
Mientras éste organizaba sus fuerzas, un desastre imprevisto cortó las esperanzas de esa temporada: una emboscada mora nocturna diezmó la flor de la caballería cristiana de Andalucía. El Marqués de Cádiz y un puñado de hombres fueron los únicos que lograron salvarse, a fuerza de buen pelear. “Andalucía estaba en gran tristeza, no había ojo que no llorara, así como en gran parte de Castilla” (Bernáldez).
La Reina Isabel se fue a su capilla, “y allí permaneció en silencio orando largo rato”.



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