La
esfera y la Santa Cruz, insignias del Sacro Imperio, que lentamente se
iba delineando por las gracias concedidas por la Providencia a los
linajes troncales de los francos
A
fines del siglo V, el último Emperador romano occidental, Rómulo
Augústulo, recibía el golpe de gracia institucional de Odoacro, rey de
los Hérulos (476). Así caía definitivamente el Imperio Romano de Occidente iniciado por Augusto y se cerraba una página de la historia.
En
las tierras que otrora le pertenecieran se venían sucediendo oleadas de
pueblos bárbaros, pacíficas o violentas, bosquejándose el surgimiento
–vacilante e incierto- de nuevas naciones, destinadas a consolidarse o a
desaparecer.
En estos iniciales siglos de hierro
de la Alta Edad Media, entre el caos de las invasiones, el pillaje y
las guerras, la Iglesia pugnaba por no ser sumergida por la marea de
barbarie y cumplir hasta el fin su misión evangelizadora y civilizadora.
En
contraste con las imperiales decaídas, las autoridades religiosas
resistían a pie firme. Los Obispos –no pocos de ellos santos-,
amenazados por todos los flancos, se esforzaban por permanecer al frente
de sus patriarcales
Diócesis y parroquias (así las describe Ranke), imponiendo respeto a los
bárbaros que en su mayoría -salvo algunas “perlas finas”, como Santa
Clotilde-, eran herejes arrianos: burgundios, ostrogodos, visigodos…
Pero, dice Leopold von Ranke la amenaza peor la constituían los árabes, no
sólo conquistadores, como los germanos, sino penetrados de orgullo y
fanatismo, propios de su religión radicalmente contraria al
Cristianismo, al que movía una guerra a muerte.
La
batalla de Guadalete (cuadro de Martínez Cubillas) inició la dominación
de los invasores musulmanes en España. Pretendían llegar hasta Roma,
sede del Papado, para proclamar el nombre de Mahoma a los cuatro
vientos. ¿Lograrían su propósito?
Musa
(prefigura de los presentes fundamentalistas musulmanes), invasor y
conquistador en España (711), se jactaba de que atravesaría los Pirineos
y los Alpes para gritar el nombre de Mahoma a los cuatro vientos en el
Vaticano. ¿Lo lograría?
No
todas las fuerzas invasoras eran enemigas de la Fe. El Catolicismo
había prendido en lo mejor de los pueblos germánicos. Los francos fueron
la primera nación en convertirse, valiéndole a Francia el privilegio
sagrado y la responsabilidad de ser la Hija primogénita de la Iglesia.
Santa Clotilde fue un sol que brilló y
suavizó los duros comienzos del reino franco. Para convertirlo,
disputaba largamente con su marido, Clodoveo,aún pagano, argumentando
con mucha gracia y solidez. Finalmente, en la batalla de Tolbiac,
viéndose abandonado por sus “dioses”, pidió ayuda a Nuestro Señor
Jesucristo, “el Dios de Clotilde” y obtuvo victoria. La Reina mandó
llamar en secreto a San Remigio que bautizó al Rey y a sus guerreros.
Nacía el primer reino germánico católico en Francia, la “Hija
primogénita de la Iglesia”.
Esta
mentalidad católica fue confirmada por tan grandiosos avances que se
renovó y fortaleció. Ranke (pese a ser protestante y célebre por su
crítica histórica), evoca el papel de los milagros en las luchas de
Clodoveo para recuperar Galia de los herejes godos, salpicadas de hechos
maravillosos. Inspirado por su mujer, la Reina Santa Clotilde, y por
San Remigio, evangelizador de los francos, se pone en campaña por el
triunfo del Cristianismo en la Galia. Encuentra crecido al río Vienne y
le pide a Dios que le indique por dónde pasarlo. A la vista de todo el
ejército, una perra de gran tamaño se echa al agua y cruza el río por
donde, tapado por la corriente, pasaba el vado.
Contemplando
la ciudad de Poitiers desde un alto, a la espera de la batalla, ve
venir desde la Basílica de San Hilario una columna de fuego, señal de
que, ayudado por la luz del santo Obispo, triunfaría sin dificultad
sobre esas bandas de herejes contra las que el propio santo había sostenido la fe (cf. Historia de los Francos, de San Gregorio de Tours, cap. 38).
También
evoca el historiador prusiano la ocasión en que el Papa San Gregorio
Magno (en 573), pasando por el mercado de esclavos de Roma encontró
niños anglo-sajones. Exclamó entonces: “non Angli, sed Angeli” (no son
anglos sino Angeles); y mandó a San Agustín de Canterbury a
evangelizarlos.
San
Gregorio Magno (izq.) , el gran Papa que vio, con luces del Espíritu
Santo, el llamado de los anglo-sajones a servir a la Iglesia. “No son
anglos sino ángeles”, dijo, y envió apóstoles para convertirlos. Esa
nación sería, en el amanecer de la Edad Media, semillero de apóstoles
que infundirían en francos, galos y alemanes la fidelidad al Papa. A la
derecha, el célebre misionero irlandés San Columbano, héroe de la Fe en
la Galia, Lombardía y otros puntos.
Fue
una de las decisiones más trascendentales tomadas por un Papa en todos
los tiempos. Pues despertó en la germánica Bretaña una incomparable
veneración por el Papado, que movió a los anglo-sajones a enviar a sus
jóvenes a educarse en Roma. Adultos y provectos emprendían
peregrinaciones a la Ciudad Eterna y un cierto número se quedaba allí, esperando ser acogidos en el día de su muerte con más confianza por los santos del cielo. ¡Perfume medieval!
La Cristiandad
en las entonces “Islas de los Santos”, creciendo en fervor, empezó a
exportar santos y misioneros que transmitieron en tierra firme su
especial devoción al Papado.
San
Bonifacio, Arzobispo de Colonia, fundador de la Iglesia en Alemania,
fue uno de los más audaces misioneros anglo-sajones del siglo VII,
apostolado que regó con su sangre. Fue uno de los grandes frutos de la
inspirada visión y acción evangelizadora de San Gregorio Magno. Le
tocaría jugar un rol decisivo en el encumbramiento de los “Pipinos de
Heristall”, de los que surgiría Carlomagno.
Entre
ellos irradió su influencia San Bonifacio, el gran apóstol fundador de
la Iglesia de Alemania, que logra también hacer penetrar en los Obispos
galos el espíritu de sujeción amorosa a los sucesores de San Pedro; en la futura Francia, centro del mundo germano occidental de la época.
Al
promediar el siglo VII, el linaje de Clodoveo (los Merovingios) había
decaído. Ello no perjudicó al reino franco pues, en su lugar, se elevó
una nueva estirpe. Esta personificaba la cumbre de la aristocracia
austrasiana: hombres llenos de energía, de potente voluntad y noble
fuerza. Mientras los otros reinos caían y el mundo amenazaba convertirse en propiedad de la espada musulmana, era este linaje, la Casa de los Pipinos de Heristall, luego llamados carolingios, el que encabezó la primera y decisiva resistencia (Ranke).
¿Quiénes fueron y qué características tuvieron estos hombres? ¿Qué logros inscribieron para la Civilización Cristiana en los manuscritos iluminados de la historia universal? ¿Qué servicios singulares prestaron a la Santa Iglesia Católica?
Lo veremos en la próxima nota.
Fuente principal:
Leopold
von Ranke, „Die Römischen Päpste in den letzten vier Jahrhunderten“,
Gutenberg-Verlag Christensen & Co., Wien, I, El Papado en unión con
el Estado Franco, pp. 13 y ss.
Otras fuentes consultadas:
“L’Histoire de France racontée à tous”, “Les Origines”, Frantz Funck-Brentano, 2ª ed., Libr. Hachette, Paris
Kinder & Hilgemann, „Dtv-Atlas zur Welt-Geschichte“, Deutscher Taschenbuch Verlag, 10ª ed.
Grégoire de Tours (Saint), “Histoire des Francs”, Union Générale d’Éditions, Paris
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