domingo, 10 de noviembre de 2013

San Vicente Ferrer y el Compromiso de Caspe - Una encrucijada histórica: se perfilan Isabel y Fernando - El entronque de las Casas de Trastámara y Austria y el "destino imperial" (5ª nota)


                                                     Pedro IV de Aragón
           Tiempos en que santos con vocación profética modelaban la Cristiandad:
                                            el Compromiso de Caspe, inspirado por San Vicente Ferrer
                                                  Fernando de Antequera
                   San Vicente Ferrer, llamado "el Angel del Apocalipsis"
                                Alfonso V de Aragón, rey de Nápoles
                          Enrique IV de Castilla, "afecto a toda inferioridad"
           ...perseguía a su hermana, doña Isabel, la futura Reina Católica
                                 Venciendo increíbles dificultades  Isabel y Fernando iniciaron una nueva época en el Reino de las Españas

                                                                   Toro

En Aragón también pugnaba la monarquía por imponerse a los nobles: Don Pedro IV había destruido con tal furor el “privilegio de la Unión” que llegó a lastimarse las manos con el puñal. Luego de Juan I y Martín I, concluyó la sucesión directa de la Casa real aragonesa.
Dos sobrinos del rey, el Conde de Urgel –aragonés-, y Don Fernando “de Antequera”  -infante castellano-, pretenden el trono.  Aragoneses, catalanes y valencianos se reúnen en Caspe por medio de representantes, en busca de una salida pacífica.
La opinión de más peso es la del predicador y taumaturgo San Vicente Ferrer –a quien llaman “el Angel del Apocalipsis” por la gravedad de los tiempos y de sus anuncios, y por el eco de su voz en las multitudes que lo siguen. “Su gran autoridad hizo que la elección recayera en Don Fernando,  el de Antequera[1], reafirmando el Compromiso de Caspe la unidad de España por sobre intereses localistas.
Con Fernando I de Antequera, hijo de Juan I de Castilla y de Leonor de Aragón, se inicia la rama aragonesa de la Casa de Trastámara.
A don Fernando I lo sucede su hijo, Alfonso V,  quien sigue alargando el reino hacia el Mediterráneo. Nombrado heredero por la Reina de Nápoles, vence a los adversarios franceses y se apodera del reino napolitano.  Su espectacular entrada en la ciudad se da al mejor estilo grecorromano. Convierte su Corte en meca renacentista de la que nunca regresará a España.
A diferencia de Castilla, Aragón mira hacia Italia –manzana de la discordia con Francia. La posesión de Cerdeña, Sicilia y Nápoles, le permite dominar el Mediterráneo occidental y llevar el reino a un ápice histórico.
Luego de Alfonso V (+1458), hereda Nápoles su hijo Fernando. Aragón pasa a su hermano Juan –que reina como Juan II (1458-1479). Se intensifica la relación con Italia, lo que se refleja en el arte y las costumbres españolas.
A Don Juan II de Aragón le toca hacer frente a don Carlos, príncipe de Viana, que pretende su trono apoyado por los catalanes. La guerra interior se termina por un acuerdo.  Pero muere el príncipe poco después, lo que despierta sospechas y mueve a los catalanes a declararse independientes de Juan II. Finalmente, tras luchas, idas y venidas, vuelven a la obediencia y amistad del rey de Aragón.

El fin de una era – Una encrucijada histórica - Se perfilan Fernando e Isabel

En Castilla, luego de Juan II, el de la corte “refinada y blanda”, reina su hijo Enrique IV. “Era urgente la necesidad de un rey fuerte que uniera los estados cristianos y finalizara la reconquista. Pero el cetro de San Fernando había caído en manos del medio hermano de Isabel, conocido como Enrique el Impotente. Su aspecto, afín a sus costumbres, era chocante. Calzaba borceguíes moriscos, cubiertos de barro. Su mirada daba miedo”. Era afecto “a toda inferioridad”.
Ante los moros, combatidos vigorosamente por los buenos reyes, “era lo que ahora se llama un pacifista. Síntoma, también, de todas las decadencias”. Los nobles sospechaban que se entendía con ellos en secreto. “Su reinado es, acaso, el más triste y desgraciado que nunca hubo en España”.
Ante las evidencias, conformes a los usos y costumbres reales, de que ninguno de sus dos matrimonios se había consumado –el primero, con doña Blanca de Navarra, y el segundo, con doña Juana de Portugal-,  causó revuelo el nacimiento, en 1462, de una infanta. Esta fue Juana de Trastámara y Enríquez, y su paternidad se atribuyó a Beltrán de la Cueva, noble renacentista cuya asiduidad con la reina era pública y notoria. El rey, “queriendo encubrir el defecto natural  que tenía para engendrar, publicó que el preñado de la reina era suyo”.
La pretensión real de imponer como legítima sucesora a “la Beltraneja” condujo al enfrentamiento con los nobles, que querían que Enrique IV reconociera como heredero al infante Don Alfonso, hermano entero de lsabel.
Con posterioridad a la victoria de las armas reales en Olmedo, murió el infante don Alfonso. Los nobles ofrecieron la corona a Doña Isabel. Temiendo perder la bendición de Dios respondió que, mientras viviese Enrique IV, heredero legítimo del Rey, su padre, no la aceptaba, pero sí asumía el carácter de heredera, desconociendo los pretendidos derechos de “la Beltraneja”.
El rey se vio obligado a acceder a ello en el Tratado de Toros de Guisando, aunque luego intentaría obstinadamente otras maniobras, inclusive arrestarla, sin lograr sus designios.
Había varios pretendientes a la mano de la futura Reina de Castilla, para aquella boda en que “se jugaba la suerte de España”. Isabel se inclinaba a la unión con el infante de Aragón, Fernando, su primo segundo, y el pueblo castellano en todos sus estamentos la acompañaba.
Las preferencias personales se aunaban a los intereses dinásticos. La unión castellano-aragonesa había sido fundamental en los gloriosos días de Las Navas y el Salado. Era hora de unir ambos reinos por la unión sacramental de sus futuros soberanos. El casamiento providencial debió celebrarse sin la autorización del monarca,  en circunstancias de riesgo y aventura que no faltarían en la vida de los Reyes Católicos…, el 19 de octubre de 1469.
Tres años después, “tras la muerte de Enrique IV, Isabel fue proclamada Reina, el 13 de diciembre de 1472 a las puertas de la Iglesia de San Miguel, en Segovia, ciudad y Alcázar a los que fue muy adicta…”.
Equilibradas las cargas con Fernando con respecto a sus derechos y preeminencias, que no debían invadir las libertades castellanas ni el poder de la Reina –como fundadamente se temía-, se creó un escudo de armas “en el cual figuraban castillos y leones, por Castilla y León; barras rojas por Aragón y águilas por Sicilia y además, flechas por Fernando y las Y, por Isabel”.
Se le agregaron asimismo dos barras que simbolizan las Columnas de Hércules.
“Adoptaron también el lema: Tanto monta, monta, tanto, Isabel como Fernando”, dice Adela F. A. de Schorr.
Pero no se apagaron tan pronto las querellas dinásticas. El rey Alfonso V de Portugal, apoyado por un sector de nobles españoles, quería imponer a su sobrina, la Beltraneja, y aún pensaba con gran osadía en casarse con ella, previa dispensa papal, para apoderarse del trono castellano. Vencido en la decisiva batalla de Toro por Isabel y Fernando, debió firmar la paz.  La problemática princesa se recluyó en un convento.


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