sábado, 16 de febrero de 2013

Consideraciones sobre el acto de renuncia de Benedicto XVI, por Roberto de Mattei



Consideraciones sobre el acto de renuncia de Benedicto XVI


Un rayo cae sobre la cúpula de la Basílica de San Pedro pocas horas después de la renuncia de Benedicto XVI. Foto Alessandro di Meo/AFP

Roberto de Mattei (*)

El 11 de febrero, día de la festividad de Nuestra Señora de Lourdes, el Santo Padre Benedicto XVI comunicó al Consistorio de Cardenales y a todo el mundo su decisión de renunciar al Pontificado.
El anuncio fue recibido por los Cardenales “casi enteramente incrédulos”, “con la sensación de pérdida”. “como un rayo en cielo sereno”, según las palabras dirigidas enseguida al Papa por el Cardenal decano Angelo Sodano.
Si fue tan grande la pérdida de los Cardenales, se puede imaginar cuán fuerte tiene que haber sido la desorientación de los fieles, sobre todo de aquellos que siempre vieron en Benedicto XVI un punto de referencia, y ahora se sienten, de algún modo “huérfanos”, si no aún abandonados, en una fase de grandes dificultades que enfrenta la Iglesia en el momento presente.
Sin embargo, la posibilidad de renuncia de un Papa al solio pontificio no es del todo inesperada. El Presidente de la Conferencia Episcopal de Alemania, Karl Lehmann, y el Primado de Bélgica, Gottfried Daneels, habían presentado la idea de “renuncia” de Juan Pablo II cuando su salud se deterioró.
El Cardenal Ratzinger, en su libro-entrevista “Luz del Mundo”, de 2010, le dijo al periodista alemán Peter Seewald, que si un Papa se da cuenta de que no es más capaz, “físicamente, psicológicamente y espiritualmente, de cumplir los deberes de su oficio, entonces él tiene el derecho y, en ciertas circunstancias, también la obligación, de renunciar”.
También en 2010, 50 teólogos españoles habían manifestado su adhesión a la Carta Abierta del teólogo suizo Hans Küng a los Obispos de todo el mundo, con estas palabras: “creemos que el Pontificado de Benedicto XVI puede haberse agotado. El Papa no tiene la edad ni la mentalidad para responder adecuadamente a los graves y urgentes problemas con los que se enfrenta la Iglesia Católica. Pensamos, por lo tanto, con el debido respeto por su persona, que debe presentar su renuncia al cargo”.
Y cuando, entre 2011 y 2012, algunos periodistas como Giuliano Ferrara y Antonio Socci escribieron sobre la posible renuncia del Papa, esta hipótesis suscitó entre los lectores más desaprobación que asentimiento.
No hay duda sobre el derecho de un Papa a renunciar. El nuevo Código de Derecho Canónico prevé la posibilidad de renuncia del Papa en el cánon 332, párr. 2º, con estas palabras: “Si sucede que el Romano Pontífice renuncia a su cargo, para la validez se requiere que la renuncia sea hecha libremente y debidamente manifestada, pero no que sea aceptada por alguien”.
En los arts. 1º y 3º de la Constitución Apostólica “Universi Dominicis Gregis”, de 1996, sobre la vacancia de la Santa Sede, se prevé además la posibilidad de que la vacancia de la Sede Apostólica sea determinada no sólo por la muerte del Papa sino también por su renuncia válida.
No son muchos en la Historia los episodios documentados de abdicación. El caso más conocido sigue siendo el de San Celestino V, el monje Pietro da Morrone, que fue elegido en Perugia el 5 de julio de 1294 y coronado en L’Aquila el 29 de agosto siguiente.
Después de un reinado de tan sólo cinco meses, juzgó oportuno renunciar, por no sentirse a la altura del cargo que había asumido. Enseguida, preparó su abdicación, consultando antes a los Cardenales y promulgando una Constitución con la cual confirmaba la validez de las reglas ya establecidas por el Papa Gregorio X para la realización del próximo Cónclave.
El 13 de diciembre, en Nápoles, pronunció su abdicación ante el Colegio cardenalicio, se despojó de la insignia papal y de las ropas, y tomó el hábito de eremita. El 24 de diciembre de 1294, a su vez, fue electo Papa Benedicto Caetani, con el nombre de Bonifacio VIII.
Otro caso de renuncia papal –el último registrado hasta hoy- ocurrió en el curso del Concilio de Constanza (1414-1418). Gregorio XII (1406-1415), Papa legítimo, a fin de recomponer el Gran Cisma de Occidente (1378-1417), envió a Constanza su plenipotenciario Carlo Malatesta, para dar a conocer su intención de retirarse del oficio papal; las dimisiones fueron oficialmente acogidas por la Asamblea sinodal el 4 de julio de 1415 que al mismo tiempo depuso al anti-papa Benedicto XIII.
Gregorio XII fue reintegrado al Sacro Colegio con el título de Cardenal Obispo de Porto y con el primer puesto después del Papa. Abandonando el nombre y el hábito pontificio y retomando el nombre de Cardenal Angelo Correr, se retiró como Legado papal en la provincia italiana Le Marche, y murió en Recanati el 18 de octubre de 1417.
Por lo tanto, el caso de renuncia en sí no escandaliza: está contemplado en el Derecho Canónico y sucedió históricamente a lo largo de los siglos. Nótese, sin embargo, que el Papa puede renunciar y a veces, históricamente, ha renunciado al Pontificado, en cuanto éste es considerado un “cargo jurisdiccional de la Iglesia”, no indeleblemente asociado a la persona que lo ocupa.
La Jerarquía Apostólica ejerce, de hecho, dos poderes misteriosamente unidos en la misma persona: el poder de Orden y el poder de Jurisdicción (ver, p.ej., Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-IIae, q. 39, a.3, resp. III, q. 6-2).
Ambos poderes están enderezados a realizar los objetivos peculiares de la Iglesia, pero cada cual con características propias, que distinguen profundamente uno del otro: la “potestas ordinis” es el poder de distribuir los medios de la gracia divina, y se refiere a la administración de los sacramentos y al ejercicio del culto oficial; la “potestas jurisdictionis” es el poder de gobernar la institución eclesiástica y los simples fieles.
El poder de orden se distingue del poder de jurisdicción no sólo por la diversidad de naturaleza y de objeto, sino también por el modo según el cual el poder de orden es conferido, en virtud de tener como propiedad el ser dado con la consagración, o sea, por medio de un sacramento y con la impresión de un carácter sagrado. La posesión de la “potestas ordinis” es absolutamente indeleble, por cuanto sus grados no son oficios temporarios sino que imprimen carácter a quienes es concedida.
De acuerdo con el Código de Derecho Canónico, cuando un bautizado se torna diácono, sacerdote u obispo, es para siempre y ninguna autoridad humana puede excluir esa condición ontológica. Al contrario, el poder de jurisdicción no es indeleble, sino temporario y revocable; sus atribuciones, ejercidas por personas físicas, cesan con el término del mandato.
Otra característica importante del poder de orden es la no territorialidad, pues los grados de la jerarquía de orden son absolutamente independientes de cualquier circunscripción territorial, al menos en lo que respecta a la validez de su ejercicio.
Las atribuciones del poder de jurisdicción, al contrario, son siempre limitadas en el espacio y tienen en el territorio uno de sus elementos constitutivos, excepto el del Sumo Pontífice, que no está sujeto a limitación alguna de espacio.
En la Iglesia, el poder de jurisdicción pertenece, “jure divino”, al Papa y a los Obispos. La plenitud de este poder, entre tanto, reside tan sólo en el Papa que, como fundamento, sustenta todo el edificio eclesiástico. En él se encuentra todo el poder pastoral, y en la Iglesia no se puede concebir otro independiente.

La teología progresista, por el contrario, sustenta en nombre del Vaticano II, una reforma de la Iglesia en un sentido sacramental y carismático que opone el poder de orden al poder de jurisdicción, la Iglesia de la caridad a la del derecho, la estructura episcopal a la monárquica.
El Papa, reducido a “primus inter pares”, en el interior del Colegio de los Obispos, ejercería apenas una función ético-profética, un primado de “honra” o de “amor”, pero no de gobierno y jurisdicción.
En esta perspectiva, Hans Küng y otros invocaron la hipótesis de un Pontificado “temporario”, y no vitalicio, como una forma de gobierno exigida por la celeridad de los cambios del mundo moderno y de la novedad continua de sus problemas. “No podemos tener un Pontífice de 80 años,  que ya no está totalmente presente del punto de vista físico y mental”, dijo Küng a la emisora “Südwestrundfunk”, que ve en la limitación del mandato del Papa un paso necesario para la reforma radical de la Iglesia.
El Papa sería reducido a presidente de un Consejo de Administración, a una figura meramente de arbitraje, al lado de una estructura eclesiástica “abierta”, como un Sínodo permanente, con poder de decisión.
Sin embargo, en caso de sostenerse que la esencia del Papado está en el poder sacramental de orden y no en el poder supremo de jurisdicción, el Pontífice jamás podría renunciar; si lo hiciera, perdería con la renuncia tan sólo el ejercicio del poder supremo, pero no el poder en sí, que es indeleble, como la ordenación sacramental de la cual deriva.
Quien admita la hipótesis de renuncia, debe admitir con eso que la “suma potestas” del Papa deriva de la jurisdicción que ejerce, y no del sacramento que recibe. La teología progresista está, por lo tanto, en contradicción consigo misma cuando trata de fundamentar el Papado sobre su naturaleza sacramental y después reivindica la renuncia de un Papa, la cual, a su vez, sólo puede ser admitida si su posesión, su cargo, se basa sobre el poder de jurisdicción.
Por la misma razón, no puede haber, después de la renuncia de Benedicto XVI “dos Papas” , uno en el cargo, y otro “retirado”, como se ha dicho impropiamente. Benedicto XVI volverá a ser Su Eminencia, el Cardenal Ratzinger, y no podrá ejercer prerrogativas como la de infalibilidad, que están íntimamente ligadas al poder de jurisdicción pontificio.
El Papa, por lo tanto, puede renunciar. Pero, ¿es oportuno que lo haga? Un autor, por cierto no “tradicionalista”, Enzo Bianchi, escribió en “La Stampa” del 1º de julio de 2002: “Según la gran tradición de la Iglesia de Oriente y Occidente, ningún Papa, ningún Patriarca, ningún Obispo, debería renunciar apenas por haber alcanzado el límite de edad. Es verdad que, hace cerca de 30 años,  en la Iglesia Católica, existe una disposición que invita a los Obispos a ofrecer sus propias renuncias al Papa, al llegar a los 75 años de edad, y es verdad que todos los Obispos reciben con obediencia esa invitación y presentan la renuncia, como también es cierto que normalmente son aceptadas y hechas efectivas. Pero se trata de una regla y una práctica reciente, fijada por Pablo VI y confirmada por Juan Pablo II: nada excluye que, en el futuro, pueda ser revisada, después de sopesadas las ventajas y los problemas que ella ha producido en las últimas décadas de aplicación”.
La norma por la cual los Obispos renuncian a sus diócesis a partir de los 75 años es una fase reciente en la historia de la Iglesia, que parece contradecir las palabras de San Pablo, para el cual el Pastor es nombrado “ad convivendum et commoriendum” (II Cor 7, 3), para vivir y morir junto a su rebaño. La vocación de un Pastor, como la de todos los bautizados, vincula de hecho no sólo hasta una cierta edad y a una buena salud, sino hasta la muerte.
Bajo este aspecto, la renuncia de Benedicto XVI al Pontificado, aparece como un acto legítimo del punto de vista teológico y canónico, pero, en el plano histórico, en absoluta discontinuidad con la tradición y la práctica de la Iglesia.
Del punto de vista de cuáles podrían ser sus consecuencias, se trata de un hecho no simplemente “innovador”, sino radicalmente “revolucionario”,  como lo definió Eugenio Scalfari en “La Repubblica” del 12 de febrero.
La imagen de la institución pontificia, ante los ojos de la opinión pública de todo el mundo, queda de hecho despojada de su sacralidad, para ser entregada a los criterios de juicio de la modernidad.
No por nada , en el “Corriere Della Sera” del mismo día, Máximo Franco habla del “síntoma extremo final, irrevocable, de la crisis de un sistema de gobierno y de una forma de papado”.
No se puede hacer una comparación, ni con Celestino V, que renunció después de haber sido arrancado por la fuerza de su celda eremítica, ni con Gregorio XII, que a su vez fue forzado a renunciar para resolver la gravísima cuestión del Gran Cisma de Occidente.
Se trataba de casos excepcionales. Pero ¿cuál es la excepción en el gesto de Benedicto XVI? La razón oficial manifestada en sus palabras pronunciadas el 11 de febrero, más que la excepción expresa la normalidad: “En el mundo de hoy, sujeto a rápidos cambios y agitado por cuestiones de gran importancia para la vida de la fe, para gobernar la barca de Pedro y anunciar el Evangelio, hace falta también el vigor, tanto del cuerpo como del alma, vigor que, en los últimos meses, disminuyó en mí de tal manera que debo reconocer mi incapacidad”.
No nos encontramos ante una deficiencia grave, como fue el caso de Juan Pablo II al final de su pontificado.
Las facultades intelectuales de Benedicto XVI están plenamente íntegras, como él lo demostró en una de sus últimas y más significativas meditaciones para el Seminario Romano, y su salud es “en general buena”, como afirmó el portavoz de la Santa Sede, P. Federico Lombardi, según el cual, sin embargo, el Papa alertó en los últimos tiempos sobre “el desequilibrio entre las tareas, entre los problemas a resolver y las fuerzas de las que siente no disponer”.
Entre tanto, desde el momento de la elección, cada pontífice experimenta un comprensible sentimiento de inadecuación, notando la desproporción entre sus capacidades personales y el peso de la tarea a la que es llamado.
¿Quién puede afirmarse capaz de soportar con sus propias fuerzas el cargo de Vicario de Cristo?
Pero el Espíritu Santo asiste al Papa no sólo en el momento de la elección, sino también hasta su muerte, en cada momento, inclusive en los más difíciles, de su pontificado. Hoy, el Espíritu Santo es frecuentemente invocado en forma inadecuada, como cuando se pretende que El inspira cada acto y cada palabra de un Papa o de un Concilio.
En estos días, sin embargo, El es el gran ausente en los comentarios de los medios, que analizan el gesto de Benedicto XVI de acuerdo a un criterio puramente humano, como si la Iglesia fuese una multinacional guiada en términos de pura eficiencia; prescindiendo de todo influjo sobrenatural.
Pero la cuestión es: en dos mil años de historia, ¿cuántos fueron los Papas que reinaron con buena salud, que no sintieron declinar sus fuerzas ni sufrieron enfermedades y probaciones morales de toda clase? El bienestar físico nunca fue un criterio de gobierno de la Iglesia. ¿Pasará a serlo a partir de Benedicto XVI?
Un católico no puede dejar de plantearse estas preguntas, y si no lo hace, serán planteadas por los hechos, como en el próximo cónclave, cuando la elección del sucesor de Benedicto sea inevitablemente orientada hacia un Cardenal joven, en la plenitud de sus fuerzas, para poder ser considerado adecuado para la grave misión que lo espera.
A menos que el centro del problema no esté en aquellas “cuestiones de gran relevancia para la vida de la fe” a las que se refirió el Pontífice, y que podrían aludir a la situación de ingobernabilidad en que parece encontrarse hoy la Iglesia.
Sería poco prudente, bajo este aspecto, considerar ya “cerrado” el pontificado de Benedicto XVI, y dedicarse a balances prematuros antes de esperar el plazo fatal anunciado por él: la noche del 28 de febrero de 2013, una fecha que quedará grabada en la historia de la Iglesia.
Después de esa fecha, Benedicto VI aún podrá ser protagonista de escenarios nuevos e inesperados. De hecho, el Papa anunció su dimisión, pero no su silencio; y su decisión le restituye una libertad de la que tal vez se sintiera privado.
¿Qué dirá y hará Benedicto XVI, o el Cardenal Ratzinger, en los próximos días, semanas y meses? Y, sobre todo, quien guiará, y de qué manera, la barca de Pedro en las nuevas tempestades que inevitablemente le esperan?
(Fuente: “Corrispondenza Romana”, 12-II-13 – Traducido del portugués, de texto difundido por la Agência Boa Imprensa, San Pablo, Brasil, del 15-II-13).
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(*) Historiador y periodista italiano, Roberto de Mattei, nacido en 1948, es uno de los más destacados líderes católicos contemporáneos. Es Profesor de Historia de la Iglesia y del Cristianismo en la Universidad Europea de Roma, en la cual es Coordinador de la Escuela de Ciencias Históricas. Entre 2004 y 2011 fue dos veces Vice-presidente del principal organismo estatal italiano de apoyo a las ciencias, el Consejo Nacional de Investigación. Miembro del Consejo de Administración del Instituto Histórico para la Edad Moderna y Contemporánea y de la Sociedad Geográfica Italiana, colabora con el Comité Pontificio de Ciencias Históricas. Fue distinguido con la insignia de la Orden de la Santa Sede de San Gregorio Magno, en reconocimiento por sus servicios prestados a la Iglesia.
En 2010, Roberto de Mattei publicó el libro “El Concilio Vaticano II – Una historia nunca escrita”, lo que le valió el más prestigioso premio italiano para libros históricos: el “Acqui Storia/2011”. Recientemente traducido al portugués y difundido en el Brasil por la Petrus Livraria, puede ser adquirido por medio de su sitio.



  

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