sábado, 6 de abril de 2013

Soñando la civilización del Mar Egeo



Soñando la civilización del Mar Egeo










L
 a plomiza cultura uniformizada de la tv, el jean y el celular, de los gobernantes mal hablados y de los deportistas “gurús”, quiere achatar las mentes, romper los criterios estéticos y borrar las personalidades. Podemos resistir a ese proceso y al mismo tiempo entretener y elevar el espíritu por contraste valorando el arte y la sabiduría de los pueblos en una búsqueda inagotable de lo maravilloso, de valores de Bien, Verdad y Belleza que en definitiva constituyen reflejos del propio Ser divino, como puede ser una flor –aunque se encuentre en un lugar o junto a objetos que no condicen con su belleza.

Adentrémonos así en un lugar sorprendente: los suntuosos palacios de la civilización minoica, brillando en el aguamarina sembrada de oro del Mar Egeo… que lleva el nombre de un rey de tragedia…
Allí despuntó, más de dos mil años antes de Cristo, una original civilización prehelénica, de un refinamiento y exquisitez muy particulares.
Que esto se diera en un pueblo nada ajeno a las sombras y bajezas del paganismo es admirable. Y constituye un enigma, de los tantos que encierran los cofres del Mundo Antiguo.
La cabeza de este collar de ciudades extendido por el mar, desde la Grecia continental al Asia menor, serpenteando a través de Thera y las islas volcánicas -pilares de un invisible puente submarino-, se encontraba en Creta.
Los marinos egeos navegaban teniendo esos promontorios rocosos como torres y guías. ¡No fue el caso del Almirante Colón, Vasco da Gama ni del bravo Magallanes!
En su real palacio de Knossos residía el legendario soberano Minos, y desde allí señoreaba sobre un centenar de ciudades. Creta, “bella, opulenta y bien regada” según Homero,  vivía en paz interior y abundancia, produciendo en sus valles serranos aceite de oliva, cereales y vino, que conservaba en preciosas ánforas;  y comerciaba en ágiles barcos, con proas y popas de delfines y castillos. De estas artísticas naves fue sin duda el Argos, el navío arquetípico de la leyenda protohistórica, en el que los valientes Argonautas recobraron para Grecia el vellocino de oro retenido por un reino del Mar Negro.
Su situación insular le brindó seguridad a la tierra de Minos durante muchos siglos. Knossos no conoció las fortificaciones ciclópeas que se encuentran más tarde, en la fase micénica de la civilización egea, cuando la ciudad de los Atridas, “la rica en oro” (así como Naukratis era “la poderosa en barcos”), la Micenas de los ‘tesoros’ y de las tumbas que eran “verdaderas catedrales subterráneas” al decir de Pijoan, levantaba las murallas infranqueables del palacio-fortaleza de los Leones, que integraba esa familia de residencias reales con las cretenses (Knossos, Phaistos y Hagia Triada),  y la acrópolis o castillo de Tiryns (Tirinto). Moradas “soberbias” –dirían nuestros abuelos- de varios pisos, donde se caminaba sobre el piso de alabastro color miel, se respiraba el mundo submarino en los fabulosos frescos con incrustaciones de piedras, se hacían ruidosas reuniones guerreras en la larga sala de columnas del megarón, y los bardos cantaban las hazañas de los héroes fundadores y defensores de la ciudad en la del heroón.  
Palacios dotados de grandiosas escaleras y de baños e instalaciones sanitarias que marcan un estilo de vida que luego se perdió, con las invasiones de griegos primitivos que sumieron la Hélade en la Edad Obscura;  a la que sucedió una resurrección en los tiempos de las glorias homéricas de la Edad Heroica.
Es que una de las sorpresas que nos da frecuentemente el Mundo Antiguo son los pueblos que parecen no haber tenido infancia, que nacen con altos rasgos de civilización, como Egipto, y luego decaen en períodos de miseria y desolación. Lo refinado precede entonces a lo bárbaro, y cuando se sale de madre y atenta contra el orden y contra sí mismo viene como un castigo el aluvión de la barbarie.

La civilización minoica en sus mejores días fue proverbialmente fecunda. Sus artesanos modelaron y pintaron ánforas de aristocráticas formas esbeltas y audaces, o macizos vasos esféricos poblados de nautilos, peces y corales, o de pulpos que mueven sus tentáculos con la gracia de una danza submarina. El oleaje está vivo en la cerámica minoica y en los frescos de Knossos, con sus focas y pulpos que representan la potencia del propio Minos.
Monarca legendario que estableció su talasocracia –“gobierno del mar”-, imperio naval evocado por Tucídides. Antiguas leyendas lo presentan expulsando a los piratas que asolaban el Mediterráneo oriental, pero cobrando a cambio el insoportable tributo anual de 100 jóvenes, varones y mujeres, para alimentar al monstruoso minotauro, mitad hombre y mitad toro.
Hace su aparición el toro que fascinó por su fortaleza indomable a los pueblos mediterráneos y sus herederos de ultramar, que dio origen a tradiciones y juegos, desde Pamplona hasta los cerros del altiplano boliviano, el “toro encuetillado” que se pone a los pies de la Virgen de la Candelaria en Humahuaca, antes de aterrorizar a los promesantes con sus encaradas, el toro de Casabindo y tantos otros.
Las leyendas griegas -que como dice Pijoan encierran mucha verdad histórica (encendieron la imaginación de Schliemann para volver a la luz del día a Micenas, Tirinto y Troya, que dormían bajo su sepultura milenaria)- evocan al príncipe de Atenas, Teseo, que se rebela contra el salvaje tributo y, ayudado por la princesa cretense Ariadna –la del “hilo” providencial- logra matar al minotauro y salir del laberinto a nuevas aventuras.

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ntre los esplendores  del Egeo brilla la micénica vaina de un puñal en la que se encuentran finamente grabadas en laminillas de oro escenas guerreras y el ataque de leones. Y estatuillas de marfil que llegaron a Egipto y a la misma Babilonia, y los frescos con el enigmático salto ritual del toro, en que el atleta toreador se tomaba de las astas del animal enfurecido y daba una arriesgada voltereta sobre su lomo, cayendo parado por detrás.
El poder de los Minos –nombre que se hace hereditario como el de faraón- fue quebrantado cerca del 1400 a.C., cuando los helenos estuvieron en condiciones de cruzar el mar y caer sobre el pulpo cretense.
Los príncipes griegos que sacudieron el yugo de la Talasocracia imitaron las costumbres minoicas,  comiendo en vajilla de oro y cargando espadas labradas por artesanos cretenses.
El cetro pasó de Creta a Micenas, y en la liga contra la minoica Troya que narra la Ilíada, Idomeneo, rey de Creta, está en el campo del “Rey de Reyes”, Agamenón de Micenas, jefe de la alianza.
Los arqueólogos fascinados por las culturas egeas admiraron la elegancia de aquellas damas antiguas del Mediterráneo retratadas en coloridos cortejos, en quienes hallaron a las primeras europeas “con cuerpo y alma”, bautizándolas como “parisienses”.
P
refiguras de una lejana aurora de un tipo humano que resurgiría en la Grecia clásica y que, por sucesivos amaneceres y ocasos, florecería plenamente en la Cristiandad medieval y en el Antiguo Régimen europeos. 
De Carlomagno a Luis XIV y María Teresa de Austria, los pensadores y artistas supieron extraer las mejores quintaesencias de los pueblos de la Antigüedad, desechando lo negativo, que no era poco. Al Ancien Régime le sucedió la Revolución Francesa seguida de la Industrial, el socialismo y el comunismo, la Sorbona y el punk, adorador de la negrura, la sordidez y la fealdad. 
Hoy se venden como prendas de moda jeans gastados y rasgados, y se perfora y desfigura el rostro y el cuerpo con incrustaciones y tatuajes. Estos neo-bárbaros voluntarios amantes de la hediondez "punk", hurlent de se trouver ensemble (*) con los tipos humanos de la civilización cristiana y hasta con los modelos clásicos de la Antigüedad. Un sociólogo francés afirma que nos encontramos en el ocaso de la razón...
Ciertamente, es adonde nos quieren llevar. Aquellas culturas carentes del tesoro de la verdadera Fe lograron sin embargo -a pesar de todos sus lados oscuros y negros- dar grandes pasos hacia el ideal de belleza y elegancia... pues "el alma humana es naturalmente cristiana"...
Antecedentes valiosos para medir la decadencia causada por el abandono revolucionario de la Civilización Cristiana y luchar por su restauración, como nos enseñó aquel inmortal Pontífice del siglo XX, San Pío X. Difundir el Bien, la Verdad y la Belleza es central en esta lucha.
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(*) expresión francesa: aúllan de encontrarse juntos.




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