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doce galeras que integraban la flotilla papal, aportadas por San Pío V
pese a sus limitaciones financieras, fueron las primeras en estar listas
para combatir por la Cristiandad, gracias al impulso del Pontífice y la
respuesta de Cosme de Florencia y Marcantonio Colonna.
A
fines de junio de 1571, las naves se dirigieron a Nápoles a aguardar
los barcos españoles al mando de don Juan de Austria, cuya pronta
llegada anhelaban para no perder oportunidades de ataque y evitar las
seguras protestas de los venecianos.
Pero
el arribo de don Juan se hacía esperar… El Papa le ordenó a su
almirante, Colonna, avanzar hasta Mesina, donde debía reunirse toda la
Armada de la Santa Liga. A fines de julio se le sumó la flota veneciana,
al mando del veterano Sebastián Veniero. Era tiempo de atacar; los
turcos sitiaban Famagusta, defendida con uñas y dientes por Bragadino
-como adelantamos en la nota anterior- y amenazaban Creta, Citerea y
otras ciudades del Egeo.
Los
ataques turcos y la demora española inquietaron en extremo al Papa,
cuyos temores eran más que fundados: el Imperio Turco era un estado
religioso-militar cuya propia razón de ser era la guerra, basado en dos
ideas-fuerza tomadas del Corán: su derecho universal de conquista y la
“guerra santa” (Carlos Gispert).
El 26 de julio dirigió un Breve a don Juan exhortándolo a no demorarse, renovándolo el 4 de agosto por un correo urgente.
Este había partido de Madrid a Barcelona, llegando a mediados de junio. “Como sucedía con la Nobleza romana –dice Pastor- reinaba también entre los Grandes de España gran entusiasmo por la Cruzada. Muchos
nobles españoles se habían embarcado ya a principios de ese mes”. No
obstante don Juan debió quedarse más tiempo para completar los aprestos
bélicos; luego de la difícil guerra contra los moros tenía especial
empeño en reunir las fuerzas necesarias. A esto se sumó “la proverbial
lentitud de los españoles”. El 16 de julio se hizo a la vela hacia
Génova con cuarenta y seis galeras, deteniéndose en el palacio de Juan
Andrea Doria.
Este
paso era necesario para darle seguridades a Cosme de Médicis: “El Duque
Cosme de Florencia era de una dedicación incondicional hacia este Papa
lleno de celo, y apoyaba todas sus empresas. Por eso Pío V lo elevó a
Gran Duque de Toscana”, dice Johann Sporschil, agregando que grandes
señores como Octavio Farnese –que había mostrado poca predisposición a
seguir las orientaciones de los Papas- se inclinó ante el prestigio del
Santo Padre; los venecianos, tan celosos de su independencia, le
obedecían más que a cualquier otro Sumo Pontífice, y así otros grandes
de Italia.
Don
Juan de Austria juzgó necesario mostrarle al Gran Duque de Toscana la
falsedad de los rumores difundidos por agentes franceses, que decían que
las tropas españolas se dirigían en su contra (¡!). Notable
prueba del empeño de las fuerzas enemigas de la Santa Liga, movidas en
secreto por la Revolución anticristiana, en plena eclosión en esa
primera etapa renacentista-protestante (cf. “Revolución y
Contra-Revolución”, de Plinio Corrêa de Oliveira, edición online).
El
gran drama de la destrucción de la Cristiandad occidental desde adentro
ya había comenzado. Pero el Vicario de Cristo peleaba con todas sus
fuerzas esta “batalla antes de la batalla”, con invencible constancia.
Desde
Génova, don Juan de Austria enviaba a don Juan Moncada a Venecia para
anunciar su pronta llegada a Mesina; y a Hernando Carrillo a Roma a
agradecerle al Papa su nombramiento y darle explicaciones por la
tardanza.
Al despedirse de Carrillo, San Pío V le encargó transmitirle de su parte a don Juan de Austria “que tuviera en cuenta que partía a la guerra por la Fe católica, y que por esa razón Dios le concedería el triunfo.” Con el ilustre portador, le envió “el santo estandarte de la Liga” (Pastor).
¡Qué promesa y qué símbolo! De damasco de seda azul, representaba
al Salvador crucificado teniendo a sus pies las armas de Pío V, a la
derecha las del Rey de España, y a la izquierda las de Venecia. Los
blasones estaban unidos por cadenas de oro, y de ellas pendía el escudo
de don Juan.
El
Cardenal Granvela, Virrey de Nápoles por Felipe II, hizo entrega del
bastón de mando y del estandarte a don Juan de Austria en el altar mayor
de la Iglesia del Convento de Santa Clara, en presencia de numerosos
nobles y de los Príncipes de Parma y de Urbino. El pueblo, conmovido,
exclamaba “¡Amén! ¡Amén!”
Como
odiosa contrapartida de estas glorias cristianas, arreciaban los
intentos destructores de los musulmanes, poniendo a prueba en alto grado
la paciencia del Papa que, verdadero Padre de los cristianos
perseguidos, requería la partida de la flota.
La
flota ganó un jefe incomparable con don Juan de Austria, el hijo del
Emperador Carlos V, afirma el historiador alemán Walter Goetz. A los 24
años demostró la sabiduría de la elección hecha por San Pío V
Luego
de una carta de su puño y letra enviada a don Juan con Paolo
Odescalchi, aquél se dispuso a partir. El 24 de agosto, en la rada de
Mesina, el esperado Habsburgo fue recibido por los Almirantes del Papa y
de Venecia, Colonna y Veniero. “Mesina le prodigó al Kaisersohn (el hijo del Emperador),
de sólo 24 años de edad, un recibimiento magnífico. Ejemplo de viril
belleza, con sus ojos azules y ondulado pelo rubio, don Juan encantó a
los impresionables sicilianos”, comenta Pastor.
A su lado se encontraba Luis de Requesens y Zúñiga,
enviado por el Rey Católico para atemperar los ardores de su medio
hermano y evitar un ataque temerario. En el primer encuentro con los
jefes se disculpó don Juan por la tardanza y con juvenil entusiasmo
expresó su coraje guerrero y su confianza en el triunfo. “La flota que
se había logrado reunir había ganado un jefe incomparable con don Juan
de Austria, hijo natural de Carlos V” (W. Goetz).
Los
intereses y la antigua desconfianza entre españoles y venecianos
contribuyeron a poner de relieve la insuficiencia del armamento de
éstos. Sobre todo se hacía sentir el temor a la supuesta invencibilidad
del poderío naval turco, impresión que San Pío V tantas veces refutara
con confianza sobrenatural y sólidos argumentos.
Pese
a los 60 barcos venecianos y 12 galeras genovesas de Doria que
engrosaron la flota, las vacilaciones continuaban frenando un avance
decidido. En las maniobras conjuntas se vio que los barcos venecianos no
contaban con suficiente tripulación. Había que suplir la falta con
tripulantes españoles, a lo que el almirante veneciano se oponía;
felizmente, la intervención del romano Colonna allanó el camino.
Luego
de tres semanas de deliberaciones partieron, por fin, en dirección a
Corfu, reuniéndose en la costa de Albania. Para evitar roces dispusieron
que el prominente Agostino Barbarigo actuara como representante del
veneciano Sebastián Veniero.
Los
vigías cristianos informaron que la flota turca se hallaba en el puerto
de Lepanto. Los siguientes días transcurrieron en observación recíproca
por parte de ambos bandos.
Llegó
entonces la noticia de la sangrienta caída de Famagusta, capital de
Chipre, defendida por el heroico Bragadino (ver nuestra nota anterior).
Los turcos lo habían desollado vivo, rellenado su piel con paja y,
poniéndole traje oficial veneciano, habían atado esos restos al lomo de
una vaca paseándolos por toda la ciudad. Esta crueldad grotesca y
satánica llenó a los guerreros de justa indignación y deseos de dar
merecido castigo al enemigo.
Acercándose
la hora de la batalla decisiva, los combatientes se prepararon
recibiendo los santos sacramentos de los capuchinos y jesuitas que los
asistían. El día de Lepanto, “la mayor ocasión que vieran los siglos”
(Cervantes), estaba despuntando…
Fuentes consultadas:
Plinio Corrêa de Oliveira, “Revolución y Contra-Revolución”, ed. online, Una obra clave: Revolución y Contra-Revolución http://rcr-una-obra-clave.blogspot.com/
Ludwig von Pastor „Geschichte der Päpste – Im Zeitalter
der katholischen Reformation und Restauration – Pius V (1566-1572)”,
Freiburg im Breisgau 1920, Herder & Co., p. 539 y ss.)
Carlos Gispert et al. – “Historia Universal”, Ed. Océano, Barcelona, 2002
Walter
Goetz et al. – „Das Zeitalter der religiösen Umwälzung – Reformation
und Gegenreformation 1500-1600“ – „Propyläen Weltgeschichte”, Berlin, t.
V
Johann Sporschil – „Populäre Geschichte der katholischen Kirche” – t. III
William Thomas Walsh, “Felipe II”, Espasa-Calpe, Madrid, 1943
Fr. Justo Pérez de Urbel, “Año Cristiano”, Ed. Poblet, Buenos Aires
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