sábado, 10 de mayo de 2014
Sacralidad medieval: Pipino ungido Rey de los Francos por San Bonifacio, Apóstol de Germania y Legado papal
Pipino el joven, primer rey de los francos del linaje carolingio, ungido por el propio San Bonifacio, junto a la reina Bertrada la joven, su mujer, representados con gran sacralidad -como realmente fueron. Mausoleo en la Abadía de Saint-Denis. Foto de Axel Brocke (Wikipedia.De) Bellísima Capilla de la Virgen en la Abadía de Saint-Denis. Foto: Myrabella Coro de la espléndida abadía real de Saint-Denis (Wikipedia.De) Pipino representado en monedas de época con inscripciones relativas a la Santa Lanza con la que Longinos hirió el costado del Rey de Reyes. (Wikipedia.De) Reliquias del misionero mártir San Bonifacio, legendario apóstol de germanos y francos (en Dokkum). Foto: I, Bouwe Brouwer Con gran energía y sin temer por su vida, San Bonifacio derriba el roble del dios del trueno. Con el roble caía el paganismo y se elevaban los pueblos germanos al reinado de la santa Cruz. Dibujo de Bernhard Rode (s. XVIII) Imponente estatua del Apóstol de Germania y Legado papal, San Bonifacio, en la Catedral de Mainz. Foto: Martin Bahmann Magnífico mausoleo del rey merovingio Dagoberto (Saint-Denis). Foto: Myrabella La tumba real de Luis XII y Ana de Bretaña (St.-Denis), por Émile Pierre Joseph de Cauwer
“El propio San Pedro ha ungido a Pipino
constituyéndolo en el libertador y el defensor
de la Iglesia” (Esteban II Papa)
Pipino el Joven (Alemania) o Pipino el breve (Francia), “era de baja estatura pero singularmente robusto, y los cronistas nos han transmitido anécdotas épicas a su respecto. Su carácter era lleno de fuego y audacia. En la energía de sus resoluciones y la rapidez con que las ejecutaba recordaba a su padre, Carlos Martel”.
Así nos lo presenta Funck-Brentano, a los 37 años, sin conflictos con su hermano Carlomán, que había renunciado a sus derechos, atraído por la vida monástica. En sus documentos, el padre de Carlomagno hacía constar esta fórmula: “aquel a quien el Señor ha confiado la responsabilidad de gobernar”, manifestando conciencia de su misión corroborada por los hechos.
En 751 envía al Papa San Zacarías la célebre embajada integrada por Fulrad, Abad de Saint-Denis, y Burchard, Obispo de Würzburg, a consultarle “con respecto al rey que reinaba sobre los francos sin autoridad”.
Se trataba del rey, considerado miembro de la estirpe fundada por Clodoveo y Santa Clotilde dos siglos y medio antes, que él y Carlomán habían llevado a salir del monasterio para ocupar formalmente el trono (sin poder real), y así cumplir con la tradición del pueblo y mantener el orden en el respeto a las costumbres.
La dinastía merovingia había decaído terriblemente y desde hacía varias generaciones estaba limitada a una función meramente ornamental, mientras los carolingios ascendían orgánicamente, prestando históricos servicios al reino y la Cristiandad, verdaderas proezas! (*).
Esa situación anómala se desprende a las claras de un documento de Carlomán, heredero del gobierno de la mitad del reino que, al fin de su vida, le entregara su padre, Carlos Martel, al dividirlo en dos partes –una para cada hermano. El documento reza:
“Childerico, rey de los Francos, al eminente Carlomán, Mayordomo del Palacio, que nos ha establecido sobre el trono…”.
Tal era esa regresión que la historia designa a los merovingios de la decadencia “rois fainéants” (“reyes que no hacen nada”), expresión que muchos textos históricos traducen como “reyes holgazanes”.
Pero más allá de estas circunstancias importantes, en un plano más alto aún, impregna este nuevo período una clave esencial para “conocer la civilización cristiana al vivo”. El brillante historiador Louis Halphen abordó el asunto con especial interés. Es el aspecto místico, simbólico, altamente significativo, del carácter que asumió la monarquía del primer soberano carolingio, Pipino, que dará, con la bendición del Papa, el necesario paso de reinar no sólo de hecho sino de pleno derecho, substituyendo legítima y ordenadamente al rey figurativo.
El ambiente sacral y orgánico que iba germinando en esa monarquía rumbo a su plena definición se percibe en otro documento de Carlomán, antes de consagrarse a la vida religiosa:
“En nombre de Nuestro Señor Jesucristo, Yo, Carlomán, duque y príncipe de los francos, en base al consejo de los servidores de Dios y de mis grandes, he reunido a los Obispos y a los sacerdotes que hay en mi reino…para que ellos me den consejo sobre el medio de restaurar la ley de Dios y de la Iglesia, corrompidas en tiempos de los anteriores príncipes, a fin de que el pueblo cristiano pueda asegurar la salvación de su alma y no se deje arrastrar a su pérdida por falsos sacerdotes” (cit. por L. Halphen).
Es una muestra al vivo de monarquía orgánica medieval: un príncipe que, “en su reino”, no actúa como rey absoluto sino teniendo en cuenta a los Obispos y grandes señores. La aristocracia entonces vigente, dentro del orden monárquico, implicaba la obligación de sus miembros de aconsejar lealmente a la cabeza del reino. Es un exponente, asimismo, de monarquía sacral, ejercida “en nombre de Nuestro Señor Jesucristo”, con la expresa finalidad de que “el pueblo cristiano pueda asegurar la salvación de su alma”. ¡Bella interpenetración del orden temporal y el espiritual, una suma de esfuerzos en que cada orden mantenía su naturaleza y ámbito propios!
Estas medidas, consigna Louis Halphen, tienden todas a la restauración de la Iglesia franca bajo la égida de San Bonifacio, “enviado de San Pedro” -a quien ya Carlos Martel había brindado su imprescindible apoyo (*). El gran misionero anglo-sajón había sido llamado por Carlomán y Pipino para regenerar la práctica de la Fe y los mandamientos en sus Estados.
Los apóstoles medievales –como se desprende del artículo de Plinio Corrêa de Oliveira, “Los dedos del caos y los dedos de Dios”- tenían la excelsa misión de ir limpiando las almas de la terrible barbarie germánica. Causa pavor evocar las escenas de sangre y terror de las ceremonias paganas que se desarrollaban frecuentemente en los bosques, antes de la conversión de estos pueblos.
La lucha de San Bonifacio no era sólo contra los brujos paganos que, entregados al demonio, las promovían, más allá del Rin. Las malas costumbres habían cundido también entre los sacerdotes católicos de la Galia.
Tenía, así como los Papas y los carolingios, grandes horizontes, grandes sueños apostólicos y grandes luchas para hacerlos realidad. Se había empeñado a fondo en cambiar las mentalidades y formas de vida. Ocurre que para reformar al mundo era preciso reformar primero a la Iglesia, empezando por reformar a sus miembros consagrados. San Bonifacio lo había comprendido así; mucho tiempo antes de poder convocar los concilios nacionales, uno de sus más hermosos títulos de gloria, “había declarado la guerra al clero corrompido de su tiempo…” (Kurth).
* * *
A mediados del siglo VIII, en 747, acompañado por muchos nobles y caballeros, Carlomán se dirige a Roma para abrasar la vida monástica, siendo acogido paternalmente por el Papa Zacarías.
A Pipino lo vemos ejerciendo las duras tareas de gobierno en su palacio de Attigny, “rodeado de sus grandes” –Obispos, Duques y Condes del reino-, ejerciendo el poder “que le ha sido confiado por Dios”.
Las cosas habían ido madurando. Ya era tiempo de que la corona de la monarquía franca pasara a los verdaderos soberanos, los señores de Heristall. Es entonces cuando Pipino envía, como vimos, al Abad Fulrad y al Obispo Burchard a hacer la crucial consulta al Sumo Pontífice acerca de “los reyes que en Francia, en ese tiempo, no detentaban el poder real”, para saber “si estaba bien o no que así fuera”.
A lo que el santo Pontífice respondió: “que era mejor llamar rey al que tenía, más que a aquel que no tenía, el poder real” (cf. Anales Reales, ap. L. Halphen, cit.). Pues, consideraba el Vicario de Cristo, “el que está investido de poder legítimo debe también llevar su título para que no se perturbe el orden“, (Ann. Lauriss., año 751).
El parecer del Papa se difundió a los cuatro vientos, con imaginable impacto en la opinión pública. En 751, Pipino decidió dar el paso definitivo de reenviar a Childerico al convento –para que continúe su vida de monje, interrumpida por su breve reinado formal. Nadie resistió esta decisión que no parece haber causado sorpresa alguna.
A continuación convocó a los francos a una gran asamblea en la emblemática Soissons, donde – a la usanza tradicional, more Francorum-, fue alzado por los guerreros sobre un gran escudo pasando a revestir el carácter de rey electo. No fue, por tanto, como dicen algunos historiadores con espíritu racionalista y esquemático ajeno a los tiempos, una usurpación, sino el punto final de una gradual maduración. Pues, constituía una anomalía chocante ver a los soberanos designados con otro nombre -mayordomos de palacio- que el que les correspondía, y que la corona no estuviese sobre la cabeza del héroe en cuyas manos estaba el cetro en razón de un derecho hereditario.
Algo trascendente estaba ocurriendo para la Cristiandad y la historia del mundo. En aquella jornada memorable, el nuevo rey electo recibió a seguir la unción santa de manos del Obispo de Germania, San Bonifacio, enviado personal del Papa.
El representante del Vicario de Cristo dejaba ver a los francos que el nuevo orden tomaba forma en total conformidad “con aquel que debía ser considerado el más legítimo intérprete de la voluntad divina” (L. Halphen).
El gesto del gran Apóstol de germanos y de francos, al derramar óleo santo sobre la cabeza de Pipino, hacía del príncipe carolingio el elegido de Dios al mismo tiempo que el elegido del pueblo.
Renovada de los tiempos bíblicos, la coronación-unción (le sacre), retomaba a los ojos de todos su antiguo valor. Así como habían sido Saúl y David, Pipino era “el ungido del Señor”. En ese espíritu, era su mandatario; de El tenía el cargo del que estaba investido.
“Verdadero sacerdocio” dice Halphen, (que obviamente no se confunde con el Orden Sagrado), que implicaba graves responsabilidades que pesaban en las conciencias de los medievales.
En el nuevo mundo que amanecía, la historia de Saúl y David estará muy presente, y será vista como una especie de prototipo de la propia historia carolingia. Era una realidad de Légende Dorée! Era ver lo maravilloso manifestándose realmente en la Historia –aunque hoy a los que están ciegos a las realidades superiores y reducen todo al entrechoque de intereses egoístas y afán de poder, les cueste entenderlo.
Daban el tono quienes debían darlo, varones como San Bonifacio, que ejercía una acción irresistible sobre las masas. Sin duda Dios no habrá dejado de apoyarlo con la presencia angélica afín a la luz de las feéricas cúpulas y vitrales de la Abadía de Saint-Denis, el canto sagrado, y una ceremonia como la de Soissons, en que el Legado papal consagra la elevación al mayor poder temporal de Occidente de “uno de los príncipes más notables de la Edad Media”, “de incomparable majestad”, como expresa, admirado, Godofredo Kurth.
El espíritu de la civilización cristiana contenía las simientes de una concepción sacral de la autoridad. Ya en el siglo VI, el cristiano rey merovingio Gontrán se sentía inspirado por las palabras de la Sabiduría: “Per me regnant reges…”. “Es por Mí que reinan los reyes y que los legisladores ordenan lo que es justo; por Mí los príncipes mandan y los poderosos dictan justicia” (Proverbios, VIII, 15-16).
Pipino puede ahora decirle al Señor, con Salomón: ‘Tú me has elegido rey’. Sus descendientes serán “reyes por la gracia de Dios”, es decir: “Con la ayuda de Dios, que nos ha puesto en el trono” (Halphen).
No se trataba de puras fórmulas protocolares, sino de la afirmación de una doctrina: el Rex Francorum, a partir de aquí, ha recibido de Dios la misión personal de reinar sobre el pueblo franco “y de trabajar apoyándose sobre El para el triunfo de la religión de Cristo” (ibid.).
La voz de Pedro había resonado en el Occidente cristiano. La mano de su Pontífice había elevado al rey de los francos ante todos los pueblos a un prestigio que no había tenido ninguno de sus predecesores.
El reconocimiento de los carolingios no se hizo esperar ; el Papa había afirmado el trono carolingio con sus bendiciones; así también ellos iban a sostener el del Pontífice con sus armas. “Tiempo era, en verdad, de que una espada poderosa saliese en defensa del jefe de la cristiandad…” (Godofredo Kurth).
Por qué y cómo, intentaremos mostrarlo en la próxima nota.
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Ver las notas anteriores en este mismo sitio -
* Un linaje que surgió de la resistencia al Islam y el amor ardiente al Papado
** “La hora de la aristocracia”: héroes y santos fundan la estirpe carolingia
*** Carlos Martel, héroe del linaje carolingio, frena al Islam y es ‘campeón invencible de la civilización cristiana’
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BIBLIOGRAFIA CONSULTADA:
Plinio Corrêa de Oliveira, “Os dedos do caos e os dedos de Deus”, “Catolicismo”, n° 499, Julio de 1992 (www.catolicismo.com.br)
Louis Halphen, “Charlemagne et l’empire carolingien”, serie L’évolution de l’humanité, Albin Michel, Paris, © 1968
Godofredo Kurth, “Los orígenes de la civilización occidental”, Emecé Editores, Buenos Aires
Frantz Funck-Brentano, “Les Origines”, L’histoire de France racontée à tous, 10ª ed., Hachette, Paris
Henri Pirenne, “Mahoma y Carlomagno”, Ed. Claridad, Buenos Aires, 2013
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