Carlos Martel, el “martillo” de
los enemigos de la Cristiandad, con su hacha guerrera deshizo los
planes de conquista del mahometano Abderramán, que quería borrar la cruz
e implantar la media luna
Cinco potencias, a comienzos del siglo VIII, marcaban el curso de los acontecimientos en el Occidente cristiano (*).
Los árabes, que querían implantar el Islam y borrar la civilización cristiana;
el Imperio bizantino, de antiguo prestigio cada vez más declinante;
los
reinos franco y lombardo, únicos sobrevivientes de los estados germanos
de aquellos “siglos salvajemente movimentados” de principios del
Medioevo.
Sobre el poder restante dice Paul Kirn:
“De esencia ante todo moral, constituía en su índole propia una potencia incomparable: el Papado”.
De
un solo golpe había caído el decadente reino visigodo de España en
manos de los sarracenos, sumido en la traición y la complicidad de
personajes ruines como el Conde Julián o el Obispo Don Opas. Los “hijos
del desierto” anhelaban implantar la media luna desde el Atlántico hasta
el Báltico, y proclamar el nombre de Mahoma en la propia alma de la
Cristiandad y sede del Papado, Roma, y pisar con los cascos de sus
caballos el suelo de San Pedro.
La
única potencia temporal que podía, al menos en principio, hacerle
frente, era el reino franco, comparable en ese momento a una medalla de
hierro con dos caras.
De
un lado la dura realidad de un pueblo heterogéneo en gestación. Que
lidiaba con dos barbaries, la del antiguo paganismo del mundo romano
convertido a medias, y la del teutónico y tribal al norte del Rin.
Mentalidades, atavismos e intereses contrapuestos en constantes luchas,
edificios sociales que se
levantaban para caer al cabo de un tiempo, con una dinastía que muchas
veces no parecía la heredera de Clotilde y Clodoveo.
De
otro lado, era un mundo nuevo (Pirenne) que iba surgiendo, como el
lucero del alba, al que el Redentor parecía dirigir estas palabras del
Padre Eterno al Hijo, que consigna Gregorio de Tours en sus disputas con
los arrianos: “Je t’ai engendré dans mon sein avant l’étoile du jour”; te he engendrado en mi seno antes de la estrella matutina…
El
mundo de la promesa de que Dios jamás abandona a su pueblo, a su
Iglesia, que siempre ha de triunfar por la fidelidad de los buenos,
reunidos en torno de su Madre, “porque la asiste Vuestra protección”
(Plinio Corrêa de Oliveira).
Pues
la Providencia había suscitado una “hija primogénita” para realizar una
alta misión. Presentida por los “apóstoles de la sublimidad” (de que
habla el mismo autor), el ideal de un ascenso ilimitado, semejante a las
agujas de una catedral gótica por construir entre todos…
Se
da entonces, afirma Godofredo Kurth, “uno de los espectáculos más raros
de la historia: el de una sucesión de hombres ilustres transmitiéndose
de uno en otro el genio con la sangre”.
Era
la estirpe carolingia, “que tuvo la gran fortuna de reunir muy temprano
en su seno a los descendientes de Arnulfo y a los de Pipino, heredando
así el prestigio de ambos. Salida de dos troncos tan gloriosos, era
desde entonces la verdadera familia real de Austrasia”.
Este
proceso muestra cómo se eleva una sociedad por sus familias dirigentes
cuando, fieles a su misión, desarrollan sus cualidades propias: ”La
Germania cristiana se complacía en admirar su propio vigor moral en los
miembros de la familia carolingia…que aparecían como los frutos más
sabrosos de una raza regenerada por el cristianismo” (ibid.).
¡Qué
diferencia con la realidad actual! “Ni aún en la cima más elevada de
las prosperidades humanas perdieron de vista las cosas de la eternidad, y
toda una pléyade de santos y santas florecieron en las múltiples ramas
del tronco carolingio”. Los francos “la sirvieron con fidelidad
duradera, porque veían en ella a los mejores elementos de su raza”.
Escultura
que muestra la conciencia de su misión plasmada en los rasgos varoniles
del legendario Carlos Martel, gran exponente del linaje carolingio, en
su tumba en la Abadía de St Denis – Foto de J. Patrick Fischer
El
rasgo más característico del santo es su heroísmo. Y fue, si no un
santo, un héroe colosal el varón más característico de la estirpe,
(exceptuado su nieto, Carlomagno) aquel que sería llamado Carlos Martel,
a quien la Providencia suscitó
para salvar una situación humanamente desesperada. Para ser “el campeón
invencible de la civilización cristiana” (Kurth). Pues “se acumulaba la
tempestad más espantosa que jamás haya amenazado a la sociedad
europea”; cuando el mundo corría peligro de convertirse en propiedad de la espada del Islam (Ranke).
Haciendo
click se agranda este mapa que muestra el avance impresionante de los
árabes. Sólo la fuerza de Carlos Martel y la ayuda de la Providencia le
permitieron vencer a la media luna
A
los mahometanos “no les quedaba más que una batalla por ganar: si la
lograban, su diluvio destruiría toda la civilización cristiana y Europa
quedaría entregada al Islam” (Kurth).
El príncipe Carlos –después de la batalla, Carlos Martel- era hijo ilegítimo de Pipino de Heristall.Su padre, el segundo Pippin, Mayordomo
de Palacio y Duque de Austrasia, fue estadista y luchador de envergadura, que gobernaba como “un gran dinasta”. Resistiendo a las fuerzas facciosas
que se habían adueñado de Neustria, sin desanimarse por reiteradas
derrotas, se había impuesto y logrado reunir a todo el reino franco bajo
su autoridad efectiva.
A
la muerte de Pipino de Heristall, en 714, los tres reinos que
integraban el Imperio en formación –Austrasia, Neustria y Borgoña-
reiniciaban sus querellas intestinas.
Su
hijo Carlos, que daría al linaje el nombre de carolingios, se
encontraba impedido de actuar. Pues la viuda de su padre, Plektrude, lo
había relegado a un injusto encierro.
Los facciosos de Neustria le exigían a Plektrude el tesoro reunido por su marido.
Era
la hora de Carlos que logra evadirse cuando el reino, desgarrado por
facciosos y atacado por frisios y alamanes, se desmoronaba a la vista
complacida de los ismaelitas “ad portas”.
Carlos sale a la arena a luchar por el legado de su padre y por el reino. Esperanza para los leudes austrasianos, no todos corren a ponerse bajo su bandera.
Una leyenda histórica lo describe siguiendo cautelosamente, con sólo 200 hombres, al ejército de Neustria que regresa con el tesoro quitado a Plectrudis.
Mientras el enemigo
descansa, Carlos lo observa desde un alto. Un guerrero pide su
autorización para cargar solo contra todos. Su arremetida temeraria
transforma el campamento neustrio en avispero. Espada en mano y al
galope grita “¡Carlos! ¡Carlos!”, y sus compañeros, al mando del
caudillo, ponen en desbandada al enemigo y recuperan el tesoro.
Versátil
e infatigable, enfrenta a los frisones con una novedosa fuerza naval.
Más tarde, desarrollará otra especialidad, la del asedio, para terminar
de expulsar a los musulmanes y sus aliados en Avignon y Narbona. No
transcurrirá un año de su vida sin emprender campañas contra los
enemigos de Austrasia y del nombre cristiano.
Donde
triunfan sus armas vienen los apóstoles itinerantes, los misioneros
anglo-sajones –San Willibrordo, San Bonifacio, Kilian, Corbinian…-,
fundando iglesias y conventos, convirtiendo, bautizando, arriesgando su
vida derribando el mismísimo “árbol del trueno”, el sagrado roble de los
sajones, en el corazón de sus bosques. Caía el árbol del paganismo y se
elevaba el de la cruz, al amparo de la autoridad siempre creciente del
nuevo Príncipe y Duque de Austrasia.
La
tempestad mahometana seguía preparándose “en inmensa escala”.
Abderramán, el virrey del Califa, quiere invadir la región galorromana
entera. “Todo el mundo mahometano contemplaba la expedición con intensa
ansiedad” (Nöldeke).
Le
ordena a un subalterno, Otmán, avanzado en Galia, arrasar Aquitania.
Pero éste ha cerrado un pacto con Eudes, Duque de la provincia, que para
salvar su Ducado le había entregado su propia hija. Enterado
del inicuo acuerdo, Abderramán marcha contra Otmán, que, separado de la
princesa aquitana, se tira de un precipicio. El final de ésta es
horrible: es enviada como presa del harem del Califa de Damasco.
Comienza el virrey musulmán su célebre marcha. Llevará –así lo espera- el estandarte del profeta
a los confines de la Cristiandad. Su avance siembra la desesperación en
toda Europa, que desde los días de Atila no había visto armamento tan
formidable y destructor. “Conflagraciones, ruinas, los alaridos de la
castidad violada y las lamentaciones de los moribundos, hicieron de esta
memorable invasión más el trabajo de un demonio que de un hombre” (Nöldeke).
El ejército de Eudes es arrasado. Ante el infortunio, pide
apoyo y perdón a Carlos. Este, no duda. Había venido preparando sus
efectivos en silencio para el gran combate, reuniendo guerreros de todas
partes del reino. El momento de jugarse el todo por el todo, con
carolingia determinación, había llegado, y será el ápice de su vida.
La Batalla de Poitiers, óleo de Carl von Steuben
Avanza con audacia a enfrentar a Abderramán. Luego
de siete días de escaramuzas, el octavo es el del choque. Los árabes se
despliegan sobre el campo; al grito de los muecines rezan a su dios,
Alá. El virrey da la señal de ataque.
Pero
el ejército católico estaba bajo el amparo de Nuestra Señora, “terrible
como un ejército en orden de batalla”. Llueven las flechas de los
arqueros berberiscos. La caballería ataca al grito de guerra “Alá es
grande!” y cae como inmenso huracán sobre el frente cristiano.
“La
larga línea de los francos no afloja, se mantiene inmóvil como un muro
de hierro en el espantoso choque”. Veinte veces cargan los musulmanes
con la velocidad del rayo; otras tantas su carga impetuosa se estrella
contra la muralla inquebrantable. “Los colosos de Austrasia, erectos en
sus grandes caballos belgas, recibían a los árabes sosteniendo la espada
de punta, atravesándolos de parte a parte con tremendas estocadas…”
Abderramán
cae exclamando, quizás, como Juliano el Apóstata: “¡Venciste, Galileo!”
Tal vez le fue dado ver, antes de presentarse al juicio de Dios, al
paladín que hacía estragos en sus filas, dando “martillazos” con el
hacha guerrera, salvando la Cristiandad. Era Carlos, de ahora en más “el
martillo” („der Hammer“), Karl Martell.
La muerte de aquel cuya invasión era más obra de demonios que de hombres
hace cundir el pánico en los guerreros de Alá. La contienda ha durado
una jornada entera. “Mañana se define la batalla”, piensan los
cristianos.
“Al
despunte del amanecer, los francos ven nuevamente blanquear las tiendas
enemigas en el mismo lugar y en el mismo orden que la víspera; ningún
movimiento aparecía en el campo árabe. Karle envía batidores. Estos
avanzan a través de miles de cuerpos muertos, y entran en las primeras
tiendas: están vacías: no quedaba ni un solo hombre con vida en este
gran campo”. Los restos arrasados del ejército musulmán habían partido
al amparo de las tinieblas abandonando todo (Henri Martin).
“La
Cristiandad estaba salvada”, comenta aliviado Theodor Nöldeke. “El Papa
y el monje, el príncipe y el campesino, en un éxtasis de agradecida
devoción, acuden a las iglesias a darle gracias al cielo
por una victoria que, a pesar de lo que les había costado a los
verdaderos servidores de Dios, había infligido un golpe tan señalado a
los infieles que su regreso nunca más fue intentado.
“Esta victoria de larga fama, obtenida en el año 732, sembró la consternación a lo largo de todo el mundo musulmán”.
Los nueve años que le restan de vida a Carlos Martel son el eco de esta jornada, que, al decir de Paul Kirn, fue un „Wendepunkt“, un punto de inflexión, un remolino de la historia. Consolidar el reino, promover las misiones, edificar la civilización cristiana siguió siendo su norte.
Se
le objeta al gran guerrero no haber ayudado al Papa cuando le envió una
distinguida embajada, con las “llaves de San Pedro”. Y, sobre todo,
numerosas violencias contra miembros del Clero, buenos y malos, el
apoderamiento de bienes eclesiásticos –que la Iglesia pusiera a su
disposición para vencer las fuerzas de la barbarie, de la intriga y del
Islam- que entregaba como beneficio a fin de reunir jefes que reclutaran
guerreros, sin los cuales la Cristiandad estaba perdida. Sin duda
constituyen graves interrogantes.
Pero las misiones fundacionales en el reino franco y Germania, pilares del orden católico europeo, no habrían tenido el éxito perdurable que tuvieron si no fuese por su amparo.
La Edad Media
de los cruzados y Doctores, de las catedrales y los reyes justicieros, y
de los inmortales Pontífices como San Gregorio VII y Urbano II, no
hubiera visto la luz si no arriesgara el todo por el todo el legendario “Martillo” en Poitiers.
Con
esas reservas, y admiración impregnada de agradecimiento, decimos, con
el Cardenal Hergenröther, Godofredo Kurth y otros autores, que este
coloso y precursor del Sacro Imperio fue el “campeón invencible de la
civilización cristiana”.
(*)
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fundador del Sacro Imperio:
“La hora de la aristocracia”: Héroes y santos fundan la estirpe carolingia
Un linaje que brotó de la resistencia al Islam y el amor ardiente al Papado
Bibliografía consultada:
Plinio Corrêa de Oliveira, “Via Crucis”
Del mismo autor: conferencias sobre la sociedad orgánica
Godofredo Kurth, “Los orígenes de la civilización occidental”, Emecé Editores, Buenos Aires
Frantz Funck-Brentano, “Les Origines”, L’histoire de France racontée à tous, 10ª ed., Hachette, Paris
Henri Pirenne, “Mahoma y Carlomagno”, Ed. Claridad, Buenos Aires, 2013
Grégoire de Tours, “Histoire des Francs”
“Choses de guerre et gens d’épée”
„Das Frankenreich“, Paul Kirn, t. III, Propyläen Weltgeschichte, Berlín
“The Arabs in Europe”, Theodor Nöldeke, “The Historians’ History of the World”, t. VIII, “The Times”, Londres
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