Lea esta edificante biografía en el sitio "Luces del Tucumán" - ¡Cuántos de los que hablan contra los colonizadores españoles, que edificaron nuestras raíces cristianas, estarían dispuestos a hacer lo que ellos por nuestros aborígenes...!
domingo, 13 de noviembre de 2011
miércoles, 9 de noviembre de 2011
El guerrero y el caballo en la gesta hispanoamericana - 2ª parte - Hernán Cortés en la Jornada de las Hibueras
Agradecemos a este sitio las espléndidas fotos de caballos http://www.duiops.net/seresvivos/galeria/caballos/Animals%20Horses_Bint%20Faloo,%20Arabian%20Mare.jpg
Conferencia en el Instituto Güemesiano
Salta, junio de 2011
A Cortés, dice Cunninghame Graham, se lo mira habitualmente bajo su faz de guerrero y gobernante, pero no era menos un explorador y hombre de campo de primera. Condiciones que recuerdan las de héroes como Martín Miguel de Güemes, dotados de una personalidad poli-facética que explica las proezas que pudieron realizar.
Podemos reconstruir esta travesía por aquellos bosques paradisíacos e infernales, donde bullían pájaros, monos y garzas, en cuyas aguas flotaban troncos que, al acercárseles, resultaban caimanes que se escabullían o se reposicionaban para el ataque, envueltos en una neblina como la de los ambientes de Watteau, visión irreal... En un lago, cerca de Chi chén Itzá, cazan venados que “alancearon muy a su placer”… especie de locura, para C. Graham, en la que muere un caballo; sin duda necesaria para evitar el peor de los males para una fuerza, la inacción y la depresión, contrarrestada con correría vigorosa y exquisito alimento contra el hambre y las privaciones, que habrán celebrado con canciones, músicas y cuentos.
La larga caravana encabezada por Hernán Cortés sigue marchando por el Paso del Alabastro o Sierra de los Pedernales. El valeroso “morcillo”, ¡ay!, se hinca una astilla en el casco, y debe dejárselo a un cacique amigo, en el lago Petén Itzá, poblado de islas misteriosas…
Con el tiempo la encendida imaginación de los naturales que lo cuidaron y no pudieron evitar su muerte, lo tratarán como divinidad, harán una réplica del caballo y lo pondrán en un templo.
Cortés no llegará a enterarse, pues hasta que los cristianos volvieran a pasar por allí transcurrirían más de 150 años. Fue en 1697, con la expedición de Ursúa, en la que un cacique, impresionado por los movimientos y relinchos de los caballos, al llegar los españoles, juega como un niño imitando sus movimientos y sonidos. Esta belleza será la puerta para su conversión al Dios de los tres trascendentales, bonum, verum y pulchrum (belleza); contento, se hace bautizar con el nombre de Pedro Caballito. ¿Habrá imaginado Cortés que su caballo sería adorado en un templo, y que el esplendor de la especie hará de puente con los indígenas?
El conquistador llevaba un promedio de seis leguas por jornada, bueno en circunstancias tan difíciles. Cada tanto herraban las bestias con herraduras parecidas a las de los moros, de quienes los caballeros españoles habían aprendido a montar “a la jineta”, estribando corto, maniobrando rápido y con la firmeza de sus altos arzones, que se mantendrán, acortados, en la montura de campo norteña y cuyana. Y también se mantendrá lo esencial de esa forma de montar en lo que siglos después será llamado por el Gran Capitán “caballería maniobrera”.
Llega por fin la hueste a las montañas que dividen Méjico de América Central, “una de las maravillas más grandes que en todo el mundo pudiera contemplarse”. No pensaban que tardarían doce mortales días en cruzar sus ocho leguas, que los diezmarán peor que un desastre militar: sesenta y ocho caballos (¡) mueren por exceso de trabajo, cambios climáticos bruscos al pasar de llanuras cálidas a temperaturas árticas, despeñados en los precipicios y desfiladeros. Y por la sed, que casi mata a hombres y animales, si no hubieran guardado agua en sus pavas de cobre.
Cortés vertió lágrimas de sangre, pero la prueba no había terminado. Llevaban “del diestro” los animales sobrevivientes, de los que hasta el último sano quedó inutilizado.
Atraviesan el paso, descansan, y al cruzar un río a nado dos yeguas son arrastradas por la correntada. Encuentran un río grande con una carabela abandonada: ¡providencial hallazgo! Carga a todos los que puede: sólo 40 españoles están en condiciones de llevar armas y sólo 50 mexicas sobreviven aún. El esfuerzo de la Conquista fue sobrehumano… Bernal Díaz del Castillo, el cronista genial por sus ideas, expresividad y militar simplicidad, conduce por tierra los pocos caballos aún vivos. Transcurren nueve días de navegación hasta que llegan al actual Puerto Cortés, en Honduras, que por sobradas razones lleva su nombre.
La maravillosa expedición había terminado…
Según los expertos, se trata de una de las más extraordinarias de la humanidad. Ni siquiera comparable con la Anábasis griega, pues Xenofonte y sus 10.000 sabían a dónde y por dónde iban, avanzando heroicamente por un camino. Cortés, en cambio, hacía el camino, aunque fuera pisando sobre los caimanes y las flores acuáticas…
El y sus hombres estaban fundidos en el molde de los héroes, dice C. Graham, pero no olvidemos que eran héroes formados en la escuela de heroísmo cristiano, como los nuestros.
Agrega este escocés de las pampas que tenían cuerpo de hierro y almas de acero, a prueba de toda clase de peligros y privaciones. Que sus caballos fueron dignos de ellos, marcharon hasta caer muertos, siempre dispuestos a galopar cuando la necesidad lo requería. Que tuvieron la única recompensa a la que podían aspirar en esta tierra: saber que su esfuerzo fue llevado al máximo, sin titubeos ni quejas. Y que un caballo fue erigido en divinidad…
Continúa próximamente
Podemos reconstruir esta travesía por aquellos bosques paradisíacos e infernales, donde bullían pájaros, monos y garzas, en cuyas aguas flotaban troncos que, al acercárseles, resultaban caimanes que se escabullían o se reposicionaban para el ataque, envueltos en una neblina como la de los ambientes de Watteau, visión irreal... En un lago, cerca de Chi chén Itzá, cazan venados que “alancearon muy a su placer”… especie de locura, para C. Graham, en la que muere un caballo; sin duda necesaria para evitar el peor de los males para una fuerza, la inacción y la depresión, contrarrestada con correría vigorosa y exquisito alimento contra el hambre y las privaciones, que habrán celebrado con canciones, músicas y cuentos.
La larga caravana encabezada por Hernán Cortés sigue marchando por el Paso del Alabastro o Sierra de los Pedernales. El valeroso “morcillo”, ¡ay!, se hinca una astilla en el casco, y debe dejárselo a un cacique amigo, en el lago Petén Itzá, poblado de islas misteriosas…
Con el tiempo la encendida imaginación de los naturales que lo cuidaron y no pudieron evitar su muerte, lo tratarán como divinidad, harán una réplica del caballo y lo pondrán en un templo.
Cortés no llegará a enterarse, pues hasta que los cristianos volvieran a pasar por allí transcurrirían más de 150 años. Fue en 1697, con la expedición de Ursúa, en la que un cacique, impresionado por los movimientos y relinchos de los caballos, al llegar los españoles, juega como un niño imitando sus movimientos y sonidos. Esta belleza será la puerta para su conversión al Dios de los tres trascendentales, bonum, verum y pulchrum (belleza); contento, se hace bautizar con el nombre de Pedro Caballito. ¿Habrá imaginado Cortés que su caballo sería adorado en un templo, y que el esplendor de la especie hará de puente con los indígenas?
El conquistador llevaba un promedio de seis leguas por jornada, bueno en circunstancias tan difíciles. Cada tanto herraban las bestias con herraduras parecidas a las de los moros, de quienes los caballeros españoles habían aprendido a montar “a la jineta”, estribando corto, maniobrando rápido y con la firmeza de sus altos arzones, que se mantendrán, acortados, en la montura de campo norteña y cuyana. Y también se mantendrá lo esencial de esa forma de montar en lo que siglos después será llamado por el Gran Capitán “caballería maniobrera”.
Llega por fin la hueste a las montañas que dividen Méjico de América Central, “una de las maravillas más grandes que en todo el mundo pudiera contemplarse”. No pensaban que tardarían doce mortales días en cruzar sus ocho leguas, que los diezmarán peor que un desastre militar: sesenta y ocho caballos (¡) mueren por exceso de trabajo, cambios climáticos bruscos al pasar de llanuras cálidas a temperaturas árticas, despeñados en los precipicios y desfiladeros. Y por la sed, que casi mata a hombres y animales, si no hubieran guardado agua en sus pavas de cobre.
Cortés vertió lágrimas de sangre, pero la prueba no había terminado. Llevaban “del diestro” los animales sobrevivientes, de los que hasta el último sano quedó inutilizado.
Atraviesan el paso, descansan, y al cruzar un río a nado dos yeguas son arrastradas por la correntada. Encuentran un río grande con una carabela abandonada: ¡providencial hallazgo! Carga a todos los que puede: sólo 40 españoles están en condiciones de llevar armas y sólo 50 mexicas sobreviven aún. El esfuerzo de la Conquista fue sobrehumano… Bernal Díaz del Castillo, el cronista genial por sus ideas, expresividad y militar simplicidad, conduce por tierra los pocos caballos aún vivos. Transcurren nueve días de navegación hasta que llegan al actual Puerto Cortés, en Honduras, que por sobradas razones lleva su nombre.
La maravillosa expedición había terminado…
Según los expertos, se trata de una de las más extraordinarias de la humanidad. Ni siquiera comparable con la Anábasis griega, pues Xenofonte y sus 10.000 sabían a dónde y por dónde iban, avanzando heroicamente por un camino. Cortés, en cambio, hacía el camino, aunque fuera pisando sobre los caimanes y las flores acuáticas…
El y sus hombres estaban fundidos en el molde de los héroes, dice C. Graham, pero no olvidemos que eran héroes formados en la escuela de heroísmo cristiano, como los nuestros.
Agrega este escocés de las pampas que tenían cuerpo de hierro y almas de acero, a prueba de toda clase de peligros y privaciones. Que sus caballos fueron dignos de ellos, marcharon hasta caer muertos, siempre dispuestos a galopar cuando la necesidad lo requería. Que tuvieron la única recompensa a la que podían aspirar en esta tierra: saber que su esfuerzo fue llevado al máximo, sin titubeos ni quejas. Y que un caballo fue erigido en divinidad…
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